Tuve miedo y fui a esconder mi talento

Domingo treinta y tres del tiempo ordinario (Mt 25,14-30)

Se nos han regalado muchos bienes y dones en esta vida. El Dios de la Vida que se nos revela en Jesús nos deja en libertad para “administrarlos”, no nos asfixia con una tutela permanente, al fin y al cabo, su Espíritu es Espíritu de Libertad. No se trata de si tenemos muchos o pocos dones, a cada uno nos ha dado lo nuestro. No se trata de estar continuamente mirando de reojo y compitiendo para ver quién tiene más y mejor.

Se nos dan los dones para que nuestra vida y la de los demás sea fecunda, crezca, de más de sí… que “tengan vida y vida en abundancia” es el deseo de Jesús sobre nosotros. “Formamos un solo cuerpo con diversidad de dones” nos dice San Pablo. Lo primero que tenemos que hacer es reconocer agradecidamente los dones, “los talentos”, con los que el Señor nos regala. Este reconocimiento es una gracia para desear, para pedir, diría San Ignacio, ser agradecidos. Todas las criaturas tenemos nuestros “dones particulares”, nuestros dones propios y aquí no valen falsas humildades que tanto daño nos han hecho y nos hacen.

Cuanta gente buena hay que se desvive por los demás, que se implica compasivamente, que genera ámbitos de vida y de respiro en la familia, en la comunidad, en el trabajo y que son incapaces de reconocer con alegría lo que el Señor les ha regalado, porque siempre están mirando lo que les falta, lo que han dejado de hacer, lo que no han terminado de hacer bien del todo. ¡Cuánto daño nos hacen los perfeccionismos!

Son buena gente, pero no viven la alegría del Evangelio porque no agradecen con gozo que son “buena gente”. Eso sería o sonaría, como he dicho, a falta de humildad, a posibilidad de engreimiento, ¡que pena que no disfrutemos más de lo que el Señor nos regala!. Si agradecemos de corazón, nuestra vida se convierte en un manantial de Agua Viva.

Cuando vuelve el Señor de la parábola, se encuentra que uno le devuelve lo mismo que exactamente recibió. Se encuentra con uno que no ha vivido el riesgo de apostar por la creatividad y la fecundidad, sino que paralizado por el miedo ha enterrado lo recibido. El miedo nos bloquea y paraliza, el miedo nos mata la vida.

No se trata de no tener miedos, seríamos inhumanos, se trata de mirarlos de frente y ponerles nombre. Si los nombramos y los compartimos con personas que nos quieren y nos acogen nos ponemos en camino de que no se nos apoderen. Si nos enrocamos en ellos entonces fantaseamos, los aumentamos, y se convierten en miedos tremendamente paralizantes, la vida se seca, no generamos buena noticia a nuestro alrededor, nos hacemos pusilánimes y timoratos, nos encogemos. Al miedoso de la parábola le entró el miedo ante su Señor porque fantaseó: “siegas donde no siembras y recoges donde no esparces”. El Señor le viene a decir que, ya que se ha construido esa fantasía, por lo menos, no haber enterrado el talento y haberlo puesto en el banco.

El miedo de los miedos, en el seguimiento del Señor Jesús, introyectado desde la noche de los tiempos y del que él nos libro es tenerle “miedo a Dios”, la vida entonces no es fecunda, se paraliza. Podemos terminar alegres con San Pablo rezando aquello “que nada ni nadie nos podrá separar del Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”. “¡No temáis!”, nos dice el Resucitado.

Toni Catalá SJ