Domingo 1º del Cuaresma – Ciclo A (Mateo 4, 1 – 11)
En el primer domingo de Cuaresma, se nos ofrecen a nuestra contemplación las “tentaciones” de Jesús. En el fondo, no son varias o diversas tentaciones, sino la misma y única tentación bajo formas diversas: “si eres Hijo de Dios…” demuéstralo manifestando tu poder, haciendo signos espectaculares, ganándote al pueblo a base de impactarle… La respuesta de Jesús a esa tentación también es constante: “está escrito…”: la fidelidad a la voluntad del Padre, que es otra, que va por otro camino.
Esta tentación de Jesús es la primera y la última, es la tentación constante a lo largo de su vida y en el momento de la muerte: “Sálvate a ti mismo…; baja de la cruz…” (Mateo 27, 40.42). La tentación de un mesianismo triunfal. Cuando el bueno de Simón Pedro, movido sin duda por el amor a Jesús, le dice que eso de la pasión no le puede suceder, Jesús le contesta con una dureza inaudita llamándole Satanás: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! … tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mateo 16, 23).
La voluntad del Padre, a la que Jesús será fiel siempre y hasta el final, es otra: “Padre mío… no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mateo 26, 39), que Jesús manifieste a Dios por su entrega amorosa hasta el final, amando a los suyos hasta el extremo, dando la vida por amor y en amor. Pensar en clave de amor y entrega es pensar como Dios; pensar en clave de beneficio personal es pensar como los hombres.
Quienes intentamos, con su gracia, seguir a Jesús estamos sometidos a la misma tentación, en formas quizá diversas, pero con un mismo fondo: “piensa en ti mismo”: “no te compliques la vida”, “no hay para tanto”, “qué consigues con eso”, “si nadie te lo va a agradecer…” y otras semejantes. Todo ello apunta en la misma dirección: la “inutilidad” del amor y de la entrega. Como Jesús, sólo nos queda en esos momentos de tentación la fortaleza de confiar en la palabra de Dios, en el ejemplo de Jesús, en la gracia del Espíritu que “acude en ayuda de nuestra debilidad” (Romanos 8, 26).
Hay otra forma, otra “variante” de esa tentación, especialmente dañina para aquellos que, de una u otra manera, se dedican al ministerio pastoral o al servicio a los demás: pensar que es “mi” poder, mi sabiduría, mi eficacia, mi prestigio… lo que salva a los demás. En clave de evangelio lo que salva es el amor y la entrega. ¿Son malos el poder, la sabiduría, la eficacia, el prestigio…? En absoluto. Pero la pregunta y el tema a discernir es ¿al servicio de quien o de qué está todo eso? Jesús multiplicó los panes, pero no en el desierto para su bienestar, sino para saciar el hambre de una multitud abandonada “como ovejas sin pastor” (Marcos 6, 34).
Darío Mollá SJ