Cuando Jesús esté en casa de Simón el fariseo y entre la pecadora de la ciudad, los dos mirarán a la misma mujer pero ni percibirán lo mismo ni se situarán de igual modo (Lc 7,36-50). La mujer se planta ante Jesús con toda su debilidad, expuesta a los que la blindan bajo capas de supuesta fortaleza. Contemplar a aquella mujer tocando a Jesús con toda aquella ternura, acariciándolo, debió provocar una inmensa repugnancia en Simón.
Aquello era superior a sus fuerzas. Lo único que alcanzaba a ver en ella era una suciedad que le asqueaba y de la que se defenderá con uñas y dientes a base de normas implacables de pureza que le hacían sentir seguro y a salvo.
Simón siente que no tiene nada que ver con esa mujer, con esa suciedad. Él no está manchado, está limpio y esta certeza le impide percibir el dolor y el sufrimiento de una mujer que tiene que cargar con el rechazo y el desprecio de quienes, como él, se creen puros. Nuevamente la dureza del corazón que ciega e incapacita para la compasión y la misericordia. Y Simón seguirá cargando losas de juicio y rechazo mientras Jesús seguirá quitándolas. A su alrededor está creando espacios de alivio donde los que ya no pueden más vuelven a respirar. Los de siempre, los de la Ley y el Templo, seguirán encerrados entre cuatro paredes.
Tengo algo que decirte,
que ames más y juzgues menos;
que no señales la paja en el ojo ajeno
sin arrancar antes la viga que a ti te ciega;
que tires la primera piedra si estás libre de pecado,
pero si no, acaricia a quien, como tú, se ha equivocado;
que la ley se hizo para el hombre y no el hombre para la ley;
que tú siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo;
que no pases de largo ante el templo de carne
para llegar temprano al templo de piedra;
que no he venido a llamar a los puros, sino a los pecadores;
que siempre saldré al camino, a buscar a la oveja perdida;
también a la que se extravía por los caminos del orgullo;
que, con todas tus tonterías, también a ti te quiero.