Domingo 4º de Pascua – Ciclo A (Juan 10, 1 – 10)
En este cuarto domingo de Pascua se nos invita a meditar la primera parte del capítulo 10 del evangelio de San Juan, el conocido como capítulo del Buen Pastor. En ese capítulo Jesús se define a si mismo con dos imágenes: “Yo soy la puerta de las ovejas” (v. 7) y “Yo soy el Buen Pastor” (v. 11) imágenes ambas que hablan de la relación de amor y compromiso de Jesús con sus discípulos.
Para mí, la frase central de toda esta primera parte del capítulo es el final del versículo 10: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”. ¿Qué es esa vida “abundante” de la que Jesús habla ni más ni menos que como objetivo de su misión? Evidentemente, es mucho más que la mera vida biológica. Es la vida “en plenitud” de la que el evangelista Juan habla en otros momentos de su evangelio y de sus cartas. Una vida en plenitud que sólo Jesús, y la relación de cada persona con Jesús, puede dar. ¿Cuáles serían las características de esa vida abundante, desbordante, plena? Me atrevo a señalar tres de sus características.
La primera de ellas, la libertad, la plena libertad exterior y, sobre todo, interior. La relación con Jesús nos hace libres: “Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres” (Juan 8, 36). Jesús es el auténtico hombre libre, y en la medida que nos identificamos con él, y en la medida en que somos fieles a su espíritu y a su evangelio vamos siendo nosotros mismos personas libres. Libres ante las presiones que nos vienen de fuera y, especialmente, libres de esas pasiones interiores que nos esclavizan: la soberbia y la dependencia de nuestra propia imagen, el desorden de nuestros afectos, los miedos que nos bloquean y paralizan.
La segunda cosa que hace que una vida sea plena es el sentido de vida, el horizonte de vida. El tener un por qué y un para qué en el vivir. En la medida en que el “para” de nuestra vida se identifica con el “para” de Jesús nuestra vida se carga de sentido. También nosotros estamos llamados a dar vida y a darla en abundancia, incluso dando nuestra vida. Quien da la vida la gana y quien la esconde la pierde. Es, a un tiempo, la gran paradoja y la gran verdad del evangelio. Quizá la que más nos cuesta creer y vivir.
Finalmente, nos da plenitud de vida el sentirnos queridos, el sabernos destinatarios de un amor pleno e incondicional. “Habiendo amado a lo suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Juan 13, 1): un amor que no excluye a nadie y en ninguna circunstancia: amor al traidor y amor al que negará por tres veces. La experiencia “sobrehumana” (permitidme esta palabra) de sentirnos amados por alguien de tal modo da un sentido pleno a nuestra vida, incluso en sus más difíciles momentos y circunstancias.
Darío Mollá SJ