Domingo 3º de Pascua – Ciclo B (Lc 24,35-48)
Jesús, levantado del lugar de la muerte, retorna sobre los suyos consolando, alegrando sus corazones y fortaleciendo su debilidad. Lo estamos celebrando todos estos días de Pascua. San Ignacio nos invita a considerar el “oficio de consolar” del resucitado. La comunidad siente una profunda sanación y liberación de su sentimiento de fracaso y frustración ante el dramático final de Jesús. La comunidad se siente desbordada, sin palabras, es una experiencia de encuentro que los deja “atónitos”, “miedosos”, pero por otra parte “alegres” pero “alarmados” y dubitativos”. Lo nuevo lo tienen que decir y contar, no tienen más remedio, con las palabras de siempre, pero esas palabras se les quedan cortas y tienen que pelear con ellas (gracias, Juan de la Cruz por lo bellamente que nos enseñaste esto).
Cuando experimentan de un modo reiterativo “la paz con vosotros”, se van sintiendo sanados, van entendiendo que todo lo acontecido en el vivir de Jesús, en su decir y hacer, ha sido y es pacificador. El Dios de Jesús es amor y sólo amor, y por eso mismo en lo más intimo del resucitado no cabe el resentimiento, ni el reproche, ni el acreditar su fidelidad al Padre a costa de la infidelidad de los suyos, ni mostrarse como “espíritu glorioso”, que no dejaría de ser fantasmagórico, a costa de la debilidad desolada de los suyos. Un Dios que tenga que acreditarse “agusanando” a sus criaturas no merece absolutamente ningún crédito.
El resucitado retorna mostrando “manos y pies”, “carne y hueso”, invita a palparlo, tocarlo… esto hará en el discipulado que puedan ir reconociendo al Resucitado como el Jesús de Galilea con el que caminaron, con el que palparon el dolor de las criaturas, con el que experimentaron su vulnerabilidad y humanidad llorando por la muerte de su amigo Lázaro, conmovido por la gente derrengada que caminaba como ovejas sin pastor… Y Jesús, además, les pide algo de comer y “comió delante de ellos”. No sé si nos damos cuenta de los signos con los que Jesús se muestra, signos como: palpadme, dadme de comer… La experiencia del resucitado está en la misma vida cotidiana.
El Resucitado no nos lleva al mundo de las “almas” vaporosas, sino que nos devuelve con la fuerza de su Espíritu, que se nos dará, a la práctica de los pies y de las manos, que consiste en caminar para buscar a los que necesitan manos amigas que les rescaten, nos rescaten, de la soledad y de la tristeza. El resucitado no rechaza la “carne y los huesos” de sus criaturas, no tiene en menos la débil corporalidad de sus hermanos, no se sube a un cielo de “tronos, dominaciones y potestades”, que más bien parece la corte de un sátrapa oriental, sino que subirá a un cielo en que los ángeles de los pequeños contemplan el rostro del Padre (Mt 18,10)
Ahora entienden las Escrituras. Ahora se sienten en continuidad con tantos hombres y mujeres que con sus vidas abrieron caminos de esperanza contra toda esperanza, tejieron redes de compasión, fueron buscadores y amigos de Dios y por eso fueron bendecidos. Ahora entienden que las Escrituras nos narran la vida misma, historias de fracaso y de éxito, de grandeza y vileza, de bondad y de maldad, de fidelidades y de traición… que las Escrituras no son historias políticamente correctas, sino que son historias en las que siempre está latiendo un anhelo por la compasión y la justicia, un anhelo por la Vida plena y definitiva.
Toni Catalá SJ