En el día en que celebramos la fiesta de santa Teresa de Jesús recuperamos parte de la conferencia que la carmelita Gema Juan tuvo en el Centro Arrupe en la que reflexionaba sobre la oración desde la experiencia teresiana:
«Teresa entendió que estamos hechos para la alegría. Decía que es «capaz el alma para gozar mucho» y que Dios está empeñado en darnos su alegría. Dios es fuego y se deja sentir, sentir de verdad: «De veras digo gustos, una recreación suave, fuerte, impresa, deleitosa, quieta» y no habla de estados de ánimo mejores o peores. No habla de «unas devocioncitas del alma, de lágrimas y otros sentimientos pequeños» que por cualquier cosa se desvanecen, sino de un amor verdadero e intenso.
Es el ‘gusto’ profundo que expresaba preciosamente Benjamín González Buelta, cuando escribía: «Cuando me llamas por mi nombre, ninguna otra criatura vuelve hacia ti su rostro en todo el universo. / Cuando te llamo por tu nombre, no confundes mi acento con ninguna otra criatura en todo el universo». El gusto profundo de reconocerse los amigos.
Por eso, a Teresa le molestaba el «seso demasiado», esa prudencia que sirve para parapetar, para no dejar que queme Dios por dentro y lleve a dar calor a todos. Porque los gustos de Dios, siempre reparten calor.
Incluso, frente a la pasión de Jesús, en vez de caer en algún tipo de dolorismo, Teresa comprende algo impresionante. Un Domingo de Ramos, orando, entendió estas palabras:
«Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no hayas miedo que te falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores, y gózasla tú con tan gran deleite como ves… pésame de lo que padeces». (CC 13)
Teresa entendió aquel: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10), yo he hecho este camino para que tú vivas. Y se asombró al descubrir a Jesús conmovido con ella; ese «me pesa lo que padeces», que Jesús dice a todos y que da la fuerza necesaria para seguir.
A este Dios amigo, que se conmueve con nosotros es al que podemos hablar de verdad. Hablar a Dios significa bendecirle y agradecerle la vida y cuanto hay en ella, significa esperarle y amarle con todo el corazón y con todas las fuerzas, significa buscarle en toda circunstancia y alegrarse con Él por cada gesto que lo hace presente, y significa también soportar el silencio en su presencia sin escapar de él, sin inventar componendas que hagan más llevadera esa oscuridad, esa absoluta simplicidad de la fe. Hablar a Dios puede ser sumergirse en su silencio e intentar descubrirle donde aparentemente no está.»