Gratis habéis recibido, dad gratis.

Domingo 11 del Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 9, 36 – 10,8)

Reanudamos este domingo la lectura continua del evangelio de Mateo tras el tiempo de Cuaresma y Pascua y las solemnidades de la Trinidad y el Corpus Christi. Y lo hacemos meditando un fragmento evangélico con un mensaje precioso: Jesús lleno de compasión llama por su nombre a doce discípulos, les envía a anunciar el evangelio con palabras y con obras de misericordia y también les instruye sobre el “cómo” de esa evangelización.

Acaba el evangelio de hoy con la frase en la que me voy a centrar: “Gratis habéis recibido, dad gratis”. Una llamada a la gratuidad en la tarea apostólica y en toda nuestra vida como seguidores de Jesús. Os propongo una reflexión sobre esa gratuidad en lo apostólico, en la misión.

Todo comienza, como Jesús indica, con la conciencia de que “gratis habéis recibido”. Sí: mucho y gratis. Lo que sucede es que la conciencia de lo recibido, y de lo que cada día vamos recibiendo, no la cuidamos. Hace unos días la Superiora General de una congregación religiosa me decía que habría que poner como costumbre y/o norma que, con frecuencia, y quizá en vez de otras oraciones más rutinarias, se llevara a cabo un acto compartido y comunitario de acción de gracias. La vida, la fe, la llamada al seguimiento…; los dones personales…; las personas que nos han acompañado y nos siguen acompañando… La presencia del amor de Dios que nos acaricia y nos sostiene. Esa conciencia de lo recibido hace generosa y gratuita nuestra entrega personal y nuestro servicio en misión.

La gratuidad no es que no agradezcamos el reconocimiento, en la forma que sea, del bien que hacemos y de lo que como personas entregamos. Tenemos corazón y sensibilidad y somos sensibles tanto al reconocimiento como al desprecio o a la ignorancia. ¡Faltaría más! La gratuidad es no depender de ese reconocimiento para seguir obrando el bien y seguir dándonos, porque somos conscientes de que lo que estamos dando es sólo una pequeña parte de lo mucho que hemos recibido. Quiero señalar ahora un par de situaciones de “no gratuidad” que se nos pueden colar en nuestra entrega a los demás en cualquier forma de servicio personal o apostólico.

Una de ellas es el hambre de resultados. Hace poco un sacerdote recién ordenado, tras un año de misión en una parroquia, se me quejaba de la falta de resultados de toda su acción. Yo soy bien consciente de hasta que punto se ha entregado durante este tiempo. Le pregunté: “¿te has entregado a la parroquia y a la gente en este año?”. Me respondió con verdad: “Sí y mucho”. “Pues Dios no te pide resultados, te pide entrega”. Por supuesto que queremos que nuestra acción de servicio o apostólico dé resultados, pero lo importante evangélicamente no son los resultados, sino la entrega.

Tampoco podemos depender en nuestra entrega de reconocimientos afectivos que, a veces se dan y a veces no se dan. Reconocimientos en forma de alabanzas, prestigio, dependencias, incondicionalidades, aplausos. El afecto que debe llenar la ausencia de todo esto, cuando esa ausencia se dé, es la seguridad de la mirada cariñosa y agradecida de Dios: “No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lucas 10, 20).

Darío Mollá SJ