El Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales

Ascensión del Señor – Ciclo B (Mc 16,15-20)

Jesús nos manda a acreditar, a testificar, a provocar signos del Reino de Dios de un modo un tanto extraño para nuestra sensibilidad ilustrada y políticamente correcta. Expulsar demonios, beber venenos sin que nos envenenen, agarrar serpientes con la mano sin que nos muerda la muerte, hablar de un modo nuevo sin perversiones semánticas, sin “sutilezas, falacias y falsas razones” nos dirá Ignacio de Loyola.

El Señor asciende, desaparece entre las nubes, se sienta junto “al trono de Dios”, trono ante el cual los ángeles de los pequeños se sienten acogidos y preferidos (Mt 18,10), mucho más que las “dominaciones, potestades, tronos…” y demás jerarquías, que se nos han vuelto a colar en la liturgia, y que no dejan de ser una pura proyección de nuestros delirios de prepotencia y de grandeza. Hasta el cielo ha sido trastocado por lo que ha hecho Jesús en esta tierra, y es colocar lo pequeño y vulnerable ante el Padre (Jesús es judío y la mística de la Mercabá, del carro que asciende al trono de Dios es fascinante, aunque muy desconocida por nosotros cristianos)

Jesús desaparece para que no nos quedemos fijados en él, “suéltame y ve a los hermanos” le dice a María Magdalena, “Galileos que hacéis mirando al cielo, volved al mundo” nos dice la lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles. Es necesario que se vaya, les dijo a los suyos, para que nosotros podamos recibir su Espíritu de libertad. Jesús no quiere una corte de sumisos a su alrededor, no quiere esclavas ni esclavos, no quiere gentes de espaldas a su maltrecho mundo, quiere que, con la ayuda de su Espíritu, sigamos su misión y tarea.

Su espíritu de fortaleza, “el que viene en auxilio de nuestra debilidad” como muy bien dice san Pablo en la carta a la comunidad de Roma (Pentecostés está ya ahí), es el que nos permite en este mundo endiabladamente complejo generar procesos en los que emerja la dignidad de las criaturas, dignidad siempre amenazada por mentiras en injusticias demoniacas pero cotidianas. Expulsar demonios racistas y xenófobos, desenmascarar y expulsar ídolos que nos matan la vida, y que posiblemente el más potente es nuestro propio egocentrismo.

Su espíritu nos permite beber venenos sin que nos envenenen. Vivimos en el mundo y somos mundo, por eso tenemos que vivir en medio de ambientes tóxicos y de personas que se han instalado, muchas veces si saberlo, en su propia toxicidad. No podemos huir ni blindarnos, pero el espíritu hace que podamos mantener la limpieza de corazón en medio de situaciones envenenadas.

Su espíritu nos libra de la mordedura mortal de la serpiente de la desesperanza y el abandono. Cuantas veces hemos vivido situaciones en las que hemos terminado diciendo “te ensalzaré Señor porque me has librado”. No perdamos memoria agradecida porque todos y todas hemos sido en la vida heridos por mordeduras letales, pero en las que la sanación ha tenido la última palabra.

Su espíritu hace posible la claridad, la sencillez, el que las palabras signifiquen, “el que el sí sea un sí y el que no sea un no” como nos manda el Señor. En esto consiste el hablar una lengua nueva, en medio de tanto ruido mediático, de tanta media verdad, de tanta estridencia y grosería, de tanto insulto jaleado y aplaudido, por nosotros cristianos también dentro de la Iglesia, hablar un lenguaje que incite a la ternura, a la compasión, al diálogo… a la alabanza.

Toni Catalá SJ