Hace 459 años que, en una habitación de Roma fallecía Ignacio de Loyola, tras una vida intensa. Podría pensarse que un santo del siglo XVI ya está “amortizado”, ya ha rendido sus frutos en la vida de la Iglesia. Pero la realidad es que hay algunos itinerarios que se entienden perfectamente desde esta época nuestra, turbulenta e incierta. El de Ignacio de Loyola es uno de esos itinerarios. Y por eso mismo, es una figura vigente, de la que podemos aprender mucho.
En pocas palabras, fracasó mucho en la vida. Pero no se rindió. Buscó la voluntad de Dios, pero descubrió que esa búsqueda no es fácil, y que a menudo cuando creemos haber encontrado un camino este se cierra y se tienen que abrir otros. Tuvo que comenzar de nuevo una y otra vez. Fue conversador, amigo, maestro… Hubo quien le falló. Y quien le siguió sin reservas. Su carácter, recio, apasionado, exigente consigo y con otros no dejaba a nadie indiferente. Batalló por fuera, en su mundo, en la Iglesia que le tocó vivir y en una sociedad que sospechaba de gente como él. Y batalló por dentro, descubriendo, por el camino, las sutilezas del mundo interior.
Ambas batallas se reflejan muy bien en la aproximación al evangelio y el encuentro con Dios que ofrece en sus ejercicios espirituales, una escuela de oración que hoy sigue siendo fuente de una espiritualidad viva y vibrante en nuestro mundo. Fue peregrino. Lo fue cuando se echó a los caminos, desnudo de riquezas y vestido con tan solo una túnica, para avanzar hacia Barcelona, Venecia, Jerusalén, Alcalá, Salamanca, París… Y lo fue también cuando se asentó en Roma, como General de la Compañía de Jesús recién fundada por él y un grupo de compañeros. En esa última etapa al frente de la orden, casi veinte años, siguió siendo peregrino. Porque peregrino es el que sabe avanzar con poco. El que pasa por el mundo hollando sus tierras, asomándose a sus historias, abrazando a sus gentes. Y, en el caso de Ignacio, entre esas gentes siempre tuvieron una especial acogida los más heridos y vulnerables; ya fuesen los pobres en los hospitales o las prostitutas romanas. Su vida apunta a quien fue su mayor verdad: Jesucristo.
Y por esa vida, hoy, cuando recordamos su historia, solo podemos dar las gracias por él y por personas como él, que nos recuerdan que es posible apostarlo todo a la carta de Dios. AMDG
José María Rodríguez Olaizola, sj
noticia vía www.espiritualidadignaciana.org