Al verle tuvo compasión

Domingo 15 Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 10, 25 – 37)

Jesús lo expresa clara y rotundamente en la parábola que nos presenta el evangelio de hoy: ser prójimo es tener compasión. Y el conjunto de la parábola, en todos sus detalles, nos aclara en qué consiste ese tener compasión evangélica. Os propongo un breve recorrido por algunos de ellos.

“Tuvo compasión y, acercándose, vendó sus heridas…” Tener compasión no es solo ver (que ya es algo eso de ir atento por la vida y fijarse en las personas que sufren), sino que implica además de ver el actuar, acercarse y actuar. El sacerdote también vio… pero dio un rodeo, el levita también vio… pero dio un rodeo. Seguramente, ellos, personas de buen corazón, vieron y se dijeron algo así como “qué pena”, “pobre hombre”, “no hay derecho a lo que le han hecho”, “parece mentira”…  Bellas y nobles palabras, pero nada más. La diferencia está entre pasar de largo y acercarse. Y, en la cercanía, actuar: “vendó sus heridas”. La compasión evangélica pide hechos, no sólo palabras.

“Montándole sobre su propia cabalgadura”: no nos puede pasar desapercibido este detalle. Montar al herido sobre su propia cabalgadura significa, al menos dos cosas. La primera, que el samaritano, que ya ha descendido de ella, renuncia a seguir montado en la cabalgadura y deja su puesto al herido, renuncia a su propia y legítima comodidad. La segunda, que tiene que seguir el camino (seguramente desviándose de su camino inicialmente previsto) arrastrando la cabalgadura y al herido encima de ella: no solo renuncia a su comodidad, sino que tiene que hacer un esfuerzo añadido. La compasión evangélica suele desinstalarnos de nuestros lugares y comodidades (legítimos) y nos pide, además, un esfuerzo añadido. Dicho de otro modo, nos descentra de nosotros mismos y altera nuestras prioridades.

“Si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”. La compasión del samaritano es a fondo perdido: no sabe lo que le va a costar la atención a esa persona herida, pero lo compromete de entrada. Hay gratuidad en esa compasión. Pero hay otra gratuidad distinta y aún mayor que esa gratuidad económica: la afectiva. El samaritano no sabe si todos sus gestos compasivos y si todos sus gastos efectivos van a servir para algo: si esa persona se va a restablecer o si estaba ya tan “medio muerto” que lo único que cabe esperar es que muera. Y, aún algo más: ignora si en el caso de recuperarse la persona herida reconocerá y agradecerá lo que ha hecho por él o sencillamente desaparecerá sin dar siquiera las gracias. La compasión evangélica no se pregunta por los resultados efectivos o afectivos de su compromiso, sino que hace de la gratuidad uno de sus rasgos más propios.

Darío Mollá SJ

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