Los relatos lucanos de la resurrección conservan una invitación a los discípulos: “vosotros quedaos en la ciudad” (Lc 24:49). Una palabra de Jesús resucitado que no le pasa desapercibida a Francisco cuando afirma que “es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad” (EG 71).
Y es justamente con esta referencia a la ciudad como comienzan los números 71 a 75 de La alegría del Evangelio dedicados a los desafíos de las culturas urbanas: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, el mar ya no existe. Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén. Oí una voz potente: Mira la ciudad de Dios entre los hombres: habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos” (Ap 21: 2-4). Es la visión de la ciudad habitada por Dios y por el hombre en una armonía que había sido fracturada. La oposición entre la “ciudad de Dios” y la “ciudad de los hombres” de la que habla san Agustín ya no tiene razón de ser.
Esta nueva ciudad se empieza a tejer con el paso de Jesús por ella. Así nos lo presentan los relatos evangélicos, “recorriendo todas las ciudades” (Mt 9:35), encontrándose con todas las realidades que la habitan, siendo él mismo el punto de encuentro donde se da cita lo de Dios y lo de los hombres. Es un encuentro donde se rehace el tejido de las relaciones trabadas a base de justicia y de fraternidad y no de sometimiento y dominación.
¿Para qué nos deberíamos quedar en la ciudad? La invitación del resucitado a los discípulos es todo un desafío amenazante. Para ellos la ciudad era una “ratonera” en la que podían quedar atrapados. ¿No sería mejor buscar un lugar seguro fuera de la ciudad? La invitación de Jesús a quedarse en la ciudad es un mandato inapelable pero la forma de permanecer en ella es una elección de los discípulos que escogerán el encerramiento por miedo a los judíos. ¿Cuál es la forma de permanecer en la ciudad que elegimos?
Francisco es consciente que “necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas” (EG, 71). Esa mirada no ignora lo que ocurre en la ciudad. No es una mirada ingenua. Es una mirada que sabe que son muchísimos los «no ciudadanos», los «ciudadanos a medias», los «sobrantes urbanos» (EG 74). Es la mirada que nos permite reconocer que Jesús resucitado sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación. Es la experiencia de la Pascua que irán haciendo los discípulos.
Por eso, necesitamos una mirada capaz de reconocer la presencia de Dios que habita en la ciudad. “Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa” (EG, 71)
El Resucitado les dijo a los discípulos que se quedaran en la ciudad, allí serían alcanzados por la fuerza que viene de lo alto. Es el Espíritu el que les sacará de su encerramiento y los lanzará a la plaza pública.