Tu fe te ha salvado

Domingo 30 del Tiempo Ordinario. Ciclo B (Marcos 10, 46-52)

El evangelio que la liturgia nos propone en este domingo es una escena sencilla, narrada muy escuetamente por el evangelista, pero muy rica en significados. He de escoger sólo uno de ellos para este breve comentario y me voy a fijar en el diálogo entre Jesús y el ciego Bartimeo, un diálogo que es toda una síntesis de teología de la oración cristiana.

Es muy iluminador el contexto de esta escena. El pasaje inmediatamente anterior es el que comentábamos la semana pasada: el diálogo de Jesús con Santiago y Juan a propósito de su petición de ocupar los primeros puestos. El inmediatamente posterior es la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén del domingo de Ramos.

“Jesús se detuvo y dijo ‘llamadlo’”: el ciego escucha que Jesús está cerca y comienza a invocarle con fuerza y convicción. Intentan acallarle, pero en vano: el ciego “gritaba más fuerte”. Y cuando están frente a frente, Jesús hace una de sus típicas preguntas: “¿qué quieres que haga por ti?”. La oración cristiana es confianza en que la persona de Jesús pasa por el camino de nuestra vida, es perseverancia frente a tentaciones de fuera y de dentro que pretenden convencernos de que orar es hablar con el vacío o es algo inútil. Jesús que se acerca invita al orante a la sinceridad: a una sinceridad que nace del autoconocimiento, del reconocimiento de la propia debilidad y de la humildad de pedir ayuda. Confianza, perseverancia, sinceridad, humildad… características esenciales de la oración cristiana.

La petición de Bartimeo es algo muy sencillo y nacido del corazón: “Maestro, que recobre la vista”. Jesús atiende a su petición “al instante”, porque esas situaciones y peticiones conmueven el corazón compasivo de Jesús. Es sugerente comparar esta escena con la inmediatamente interior: a sus discípulos preferidos (Santiago y Juan) les niega por dos veces una petición absolutamente distinta: una petición nacida del orgullo y de la ambición. La petición de los Zebedeos, más que conmover el corazón de Jesús, le causa una enorme tristeza porque denota que no han entendido nada de la lógica del evangelio. Ni podemos pedir cualquier cosa ni el Señor atiende cualquier petición: “… aunque no sabemos pedir como es debido, el Espíritu mismo intercede por nosotros…” (Romanos 8, 26).

El final de la escena es precioso y de alcance: “Recobró la vista y lo seguía por el camino”. ¿Cuál era ese camino? ¿Hacia dónde llevaba?: nos lo dice el versículo siguiente: “se acercaban a Jerusalén”  donde Jesús iba a ser crucificado. El ciego recobra la vista, pero no sólo la vista exterior, sino una visión interior que le permite descubrir la personalidad de quien le ha curado, y descubrirla de tal modo que le lleva a seguirle desde el agradecimiento y el reconocimiento, y seguirle precisamente en el momento y en el gesto más definitivo de su vida: el de su entrega por nosotros. Una mirada interior que también nosotros podemos pedir un día sí y al siguiente también. En palabras de San Ignacio: “pedir conocimiento interno del Señor, para que más le ame y le siga” (Ejercicios, nº 104).

Darío Mollá SJ