Este domingo la liturgia de la Palabra nos propone la parábola del sembrador, ocasión para una mirada desde otra perspectiva. Acostumbrados a leer las parábolas como narraciones que concluyen con una enseñanza moralizante, podemos perder de vista que éstas forman parte del anuncio del Reino por parte de Jesús. Es este anuncio el escenario en el que situar las parábolas. Dicho de otro, por medio de las parábolas, Jesús nos dice algo que tiene que ver con el Reino y, no tanto, con nosotros.
Vayamos a la parábola del sembrador en la que llama la atención su modo de proceder. Un sembrador que echa la simiente indiscriminadamente, sin que parezca que le preocupe donde caiga. ¿Qué sembrador actúa así? Quienes escuchan a Jesús, acostumbrados a las labores del campo, saben que dejar caer la semilla al borde del camino o en terreno pedregoso o entre zarzas, es dejar que se eche a perder. ¿Qué sentido tiene sembrar de ese modo? ¿Por qué actúa de ese modo ese sembrador?
El desconcierto que provoca un sembrador así, es el mismo que provoca Jesús al hablarnos de un Dios que «hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5:45) o que va en busca de la oveja perdida o que monta fiesta por el hijo perdido que regresa a casa o que…
Las parábolas, como forma de anuncio del Reino, presentan una lógica absurda que rompe el esquema de lo razonable y esperable. Son una provocación a lo que tenemos por lo normal y natural. Son una brecha que se abre en nuestros razonamientos. Son una invitación a revisar las conclusiones a las que llegamos, sabiendo que, quizá, partimos de un error de base. Quizá la conversión a la que somos llamados también incluye un giro en todo aquello que nos lleva a pensar que las cosas son como son y que así deben seguir siendo.