Domingo 4 de Adviento. Ciclo C (Lucas, 1,39-45)
No vivimos un tiempo en el que sea fácil creer en las promesas. Por una parte, son tiempos difíciles y duros. Otra vez, un año más, las celebraciones de Navidad se están viendo amenazadas por la COVID y eso genera desesperanza y desánimo: de nuevo se desvanecen las promesas de “normalidad”. Por otra parte, hay un hartazgo general de promesas incumplidas: ya damos por normal que se hagan promesas que no se van a cumplir. En ese contexto resuenan las palabras de Isabel dirigidas a María: “Lo que ha dicho el Señor se cumplirá”. No es fácil creerlo.
Porque, además, la promesa del Señor no es cualquier cosa. Es una promesa muy ambiciosa: de liberación, de un mundo nuevo, de luz, de paz, de justicia para todos: “El lobo y el cordero pastarán juntos, el león como el buey comerá paja. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo – dice el Señor” (Isaías 65, 25). Podemos leer en este domingo el capítulo 65 de Isaías y quedar asombrados – ¿e incrédulos? – ante la promesa que se nos hace.
Para más inri, observemos a las dos protagonistas del evangelio de hoy: dos aldeanas en el patio de su casa en un pueblo de la montaña de Judea. Un pueblo sin nombre: “María… se dirigió apresuradamente a la serranía, a un pueblo de Judea”. ¿Qué valor tiene la palabra de estas mujeres? Contrasta fuertemente la grandeza de la promesa del Señor con la pequeñez y la humildad de quienes la anuncian y con el lugar en el que se anuncia. No se proclama ni en el Templo ni en el palacio real.
Pero, sorprendentemente, milagrosamente, esa promesa ha atravesado todas las fronteras y se ha perpetuado a través de los tiempos hasta hoy, y lo seguirá haciendo. Animados y fortalecidos por esa promesa, miles de hombres y de mujeres han entregado su vida para construir ese “cielo nuevo y tierra nueva” (Isaías 65, 17). A lo largo de la historia miles de personas han encontrado en esa promesa la fuerza para amar, la fuerza para luchar, la fuerza para superar sus dificultades y sus sufrimientos. María responde a las palabras de Isabel con un precioso himno, el Magnificat (Lucas 46-55), con el que millones de personas manifiestan día a día su esperanza.
Es precisamente en este contraste donde podemos intuir el gran misterio de la Encarnación: el misterio de un Dios que salva acercándose, haciéndose pequeño, compartiendo vida y sufrimientos con esa humanidad a la que quiere salvar. Esa es la fuerza de la promesa de Dios, ese es el aval: su propia persona entregada. Un Dios que no va a salvar mediante la fuerza sino por la fuerza del amor. De un amor tan grande como débil, porque necesita ser aceptado, acogido, amado: “Vino a los suyos y los suyos no le acogieron, pero a los que le acogieron, a los que creen en Él les hizo capaces de ser hijos de Dios” (Juan 1, 11-12).
Darío Mollá SJ