El relato evangélico del primer domingo de Cuaresma nos sitúa en el desierto donde contemplamos a Jesús siendo puesto a prueba en el modo de relacionarse con la realidad y el prójimo, en el modo cómo llevar a cabo el anuncio del Reino: «si eres Hijo de Dios…», le dirá el tentador.
Utilizar todo lo que uno es y tiene en beneficio propio para sacar partido y ventaja (primera tentación). Utilizar todos los medios para alcanzar los propios objetivos sabiendo que el fin justifica los medios (segunda tentación). Hacerlo todo de forma espectacular para asombrar, apabullar y deslumbrar (tercera tentación).
Jesús se reconoce puesto a prueba y tentado de proceder de ese modo pero también reconoce el engaño y la mentira que hay en ello. No será la primera vez ni la última. Se lo dirá a las claras a Pedro cuando éste se resista a asumir que el fracaso y el sufrimiento forma parte del seguimiento de Jesús que se encamina decidido a Jerusalén: «¡Quítate de delante de mí, Satanás! Eres para mi piedra de tropiezo; porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mateo 16:23)
Y ahí andamos cada uno de nosotros, lidiando con la realidad -la de dentro de uno y la de fuera- que también nos pone a prueba cuando buscamos vivir lo más evangélicamente posible. Deseamos seguir a Jesús pero evitamos pasar por Jerusalén. Deseamos entregar la vida pero evitamos lo que huela a fracaso. No es maldad, es miedo. Y, como los discípulos en la mañana de Pascua, necesitaremos que su presencia resucitada arranque de raíz nuestros miedos a perder la vida cuando la entregamos.