Poco a poco Ignacio aprende a discernir la voluntad de Dios para él. Entiende que como simple mendigo, o peregrino, no puede ayudar con eficacia a los demás: no hace más que despertar desconfianza y recelos de las autoridades. Y así iremos asistiendo a un cambio: tres años después de haber iniciado su despojo, comprende que debe ponerse a estudiar. Siendo estudiante en Barcelona, Alcalá, Salamanca y París, mantendrá su obstinación por vivir desprotegido de todo, pero con matices diferentes: cuando la intemperie se hace incompatible con los estudios, dejará de vivir al día y dedicará los veranos para recolectar limosna. De este modo no se distraerá durante el curso por tener que estar pendiente de su manutención.
A continuación vienen años de tanteo: se le plantea el reto de ir nutriéndose de cultura sin que ello le prive de tener su única confianza en Dios, desprotegido de cualquier otra seguridad. En París empezará a surgir un grupo de compañeros estable. La primera idea es vivir juntos esta continua experiencia de intemperie y de peregrinaje, poniéndose al servicio de las necesidades que vayan surgiendo a su paso.
Pero Ignacio sigue teniendo una idea fija: actuar en Tierra Santa. Tras un año de esperar infructuosamente en Venecia a que les embarque alguna nave, entienden que deben renunciar también a esta ilusión, que Dios no los quiere ligados a ningún lugar. De este modo asistimos a la segunda etapa de su conversión.
El peregrino sigue buscando infatigablemente un punto de referencia: las circunstancias que él ha ido aprendiendo a interpretar como signos de la voluntad de Dios le llevan a permanecer en Roma. Aparentemente asistimos a un desdoblamiento. Exteriormente, parece que se haya producido el retorno de la periferia al centro en aquellos momentos, -Roma es uno de los focos de poder indiscutibles-, pero, ¿qué sigue sucediendo en el interior de Ignacio?
La clave para comprender su recorrido está en descubrir cómo se sitúa en el centro del poder: concibe la fundación de la Compañía como una presencia de la periferia en el centro. Cuando en las Constituciones exhorta a que “amen la pobreza como madre” (n. 287), se está refiriendo a esta presencia de la intemperie en el cobijo de las estructuras. San Ignacio conoce la fecundidad de la pobreza y por ello insiste repetidamente en ella:
“Y porque hemos experimentado que aquella vida es más feliz, más pura y más apta para la edificación del prójimo, que más se aparta de todo contagio de avaricia y se asemeja más a la pobreza evangélica; y porque sabemos que nuestro Señor Jesucristo proveerá de las cosas necesarias para el sustento y vestido de sus siervos que no buscan más que el reino de Dios. Hagan todos y cada uno voto de perpetua pobreza” (Fórmula del Instituto, 4)
Es decir, para que la Compañía, ella misma, no acabe diluyéndose en la estructura del centro del poder en la que se halla incorporada, debe estar fundada en la intemperie, de tal modo que: “ni los profesos, en particular o en común, ni ninguna casa o iglesia de los mismos puedan adquirir ningún derecho civil para tener entradas, rentas o posesiones o bienes algunos estables, fuera de los que serán oportunos para su uso propio y habitación, contentándose por lo que por caridad les será dado para el uso necesario de la vida” (Fórmula del Instituto, 4)