Cuando Jesús esté en casa de Simón el fariseo y entre la pecadora de la ciudad los dos mirarán a la misma mujer pero ni percibirán lo mismo ni se situarán de igual modo (Lc 7:36-50). Contemplar a aquella mujer tocando a Jesús debió provocar una inmensa repugnancia en Simón. Aquello era superior a sus fuerzas. Lo único que alcanza a ver en ella es una suciedad que le asqueaba y de la que se defenderá con uñas y dientes a base de normas implacables de pureza que le hacían sentir seguro y a salvo.
Simón siente que no tiene nada que ver con esa mujer, con esa suciedad. El no está manchado, está limpio y esta certeza le impide percibir el dolor y el sufrimiento de una mujer que tiene que cargar con el rechazo y el desprecio de quienes, como él, se creen puros. Nuevamente la dureza del corazón que ciega e incapacita para la compasión y la misericordia. Y Simón seguirá cargando losas de juicio y rechazo mientras Jesús seguirá quitándolas.
La mirada de Simón es la misma de aquel otro fariseo que subió al Templo a orar y que se situó espantosamente mal: ”Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos y adúlteros” (Lc 18:11) Y por si a Dios no le había quedado suficientemente claro no tendrá el menor reparo en señalar a ese publicano que también estaba orando en el Templo: ”no soy como ese publicano”. Es el mismo desprecio del hijo mayor de la parábola que al referirse a su hermano lo nombra como “ese hijo tuyo”. Nuevamente la mirada que lleva al desprecio de aquellos que se sienten justificados ante un Dios que creen les dará la razón. No les cabe la más mínima duda.
Pero no es lo mismo «mirada religiosa» que «mirada evangélica» y Pedro lo descubrirá en casa de Cornelio (Hch 10), cuando siga percibiendo desde lo puro y lo impuro y, por ello, levantando barreras de separación y exclusión. Es una diferencia que queda clara en el Evangelio provocando un profundo escándalo y un rechazo visceral.