Domingo veintiséis del tiempo ordinario (Mt 21,28-32)
Jesús ha llegado a Jerusalén. Quiere anunciar el nuevo tiempo del Reinado de Dios en la Ciudad de David, en el lugar donde todo hijo de Israel se conmueve ante la grandiosidad del Templo, sus liturgias y sacrificios. En ese lugar (21,12-17) Jesús hace un gesto profético para poner las cosas en su sitio: echa a los que “compran y venden”, a los que han convertido la casa de oración en cueva de bandidos. Jesús no puede tolerar que en nombre de Dios se trafique con el dolor de la gente. No se obtiene el perdón, ni con sacrificios, ni ofrendas, ni con dineros… El Compasivo no necesita nada de eso.
En el momento que vuelca las mesas del negocio, Jesús se pone a aliviar sufrimiento en el mismo templo, “se le acercaron ciegos y cojos y él los curó” y son los niños los que lo reconocen como el Hijo de David, como aquel que tenía que venir que ya anunció Juan el Bautista. Se hace verdad una vez más la oración de Jesús: “Padre la gente sencilla me entiende, los sabios y entendidos no me entiende, gracias, porque te ha parecido bien”
Los “sumos sacerdotes”, gestores del Templo (no olvidemos que cuando a Dios se le localiza en un lugar éste necesita gestores y funcionarios), y los “senadores”, la elite laica de Jerusalén, no soportan a Jesús, ni lo entienden ni lo quieren entender. No quieren entender que el sanar, aliviar, perdonar, dignificar a las criaturas bloqueadas y abatidas, “ciegos y cojos”, es lo que el Dios de la vida quiere.
Ante tal dureza de corazón, Jesús ve que es imposible hacer nada más. Cuando el corazón es de mármol, cuando la falta de compasión es total, es inútil seguir. Jesús los dejó “plantados y se marcho de la ciudad, se fue a Betania”. Es un momento muy duro para Jesús, experimentar la impotencia de transmitir a los “funcionarios de dios” que el Dios de Israel es ternura, compasión, misericordia, perdón y vida, es una experiencia muy dura pues toca el núcleo último de la misión de Jesús. El rechazo de la misión es el rechazo de Jesús. Jesús necesita respirar, alejarse, se marcha a Betania a experimentar un poco de alivio.
Jesús vuelve a Jerusalén y, un poco más sereno, se agarra a “un clavo ardiendo”. Sabe que Juan el Bautista, su amigo y precursor, es respetado, aunque sea por miedo a la gente por los senadores y sacerdotes, y les lanza la cuestión de si el Bautismo de Juan era de Dios o era de los hombres. Es como preguntarles si Juan era un hombre de Dios o un charlatán. No contestan a Jesús y aquí se rompe ya el dialogo. Jesús les dirá pues yo tampoco os digo en nombre de quién actuo, de quién vengo y de donde proviene mi autoridad para sanar y echar a los traficantes del Templo. El dialogo se rompe. Jesús da por inútil cualquier dialogo con las elites de Jerusalén. Jesús lo ha intentado todo, pero se impone la ceguera.
Ahora entendemos la parábola de los dos hijos y la tremenda afirmación de Jesús. Vosotros creéis que estáis en la viña del Señor, pero no estáis porque vuestro corazón está en las riquezas y en los honores y parafernalias del templo. En cambio, los publicanos y prostitutas que no estaban en la viña y al final se conmovieron por la honestidad de Juan y creyeron en su mensaje de conversión y de justicia, son los que de verdad estaban en la viña. Sigamos deseando de corazón que Jesús nos lo ablande y convierta.
Toni Catalá SJ