El libro de los Hechos nos narra el encuentro entre Felipe y el eunuco etíope, ministro de la reina Candaces (Hechos 8, 26-40). Es el Espíritu el que le indica el camino que Felipe debe tomar, es el camino que va de Jerusalén a Gaza, el camino que lleva al mar, que abre el Evangelio a toda la cuenca mediterránea, que lo saca de los límites de Jerusalén. Es el camino hacia la frontera con lo desconocido, fuera de Jerusalén, el camino que desemboca en un mundo nuevo e incierto.
Al inicio del relato se dice que el camino es «desierto» pero donde el Espíritu precede, prepara, sorprende sin cesar, porque es él quien lleva la iniciativa. El Espíritu ha despertado ya la fuente interior en el corazón de este funcionario extranjero que había ido en peregrinación a Jerusalén. Él es quien impulsa a Felipe a unírsele en el carro y dialogar con él.
Es el protagonismo del Espíritu: habla, inspira, mueve a Felipe. Le lleva a dar pasos inesperados, imprevistos: levantarse, salir de Jerusalén, ponerse en camino, acercarse al etíope, dialogar con él… Todo ello es lo que dispone a Felipe para captar el deseo que hay tras las preguntas del funcionario etíope. En él reconocemos a los que se preguntan y no encuentran respuestas, que desean dar nuevos pasos pero no saben a dónde encaminarse… Es lo que nos recuerda Francisco cuando afirma que “la presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa” (EG 71)
Del funcionario etíope, no se sabe más que estos instantes del encuentro. El pasaje bíblico tan sólo dice que «siguió su viaje lleno de alegría». Nada más. Y nos recuerda las palabras con las que Francisco inicia su Exhortación: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (EG 1)