Convocar lo disperso

Tercer domingo de Pascua (Juan 21,1-19) 

Afirmar la vida definitiva de Jesús resucitado junto al Padre, es negarle a la muerte su última palabra, es ir cayendo en la cuenta que Jesús es la víctima inocente, el “cordero degollado” en esa imagen tan lejana pero tan certera del Apocalipsis (segunda lectura). Es algo insólito porque para los sistemas de este mundo, que generan muerte y exclusión, las victimas siempre son culpables. Este negar la última palabra a la muerte nos va cambiando el modo de ubicarnos y de percibir la vida. La confesión de fe en el Resucitado trae, nos dirá San Ignacio, “santísimos efectos” en la vida cotidiana.

El efecto de ver la vida desde los “Santos Inocentes”, desde aquellas criaturas que sin comerlo ni beberlo se encuentran que en este mundo no hay sitito para ellos, y encima el “sarcasmo de los satisfechos y el desprecio de los orgullosos” les está diciendo que aquí sobráis. Se repite estos días “El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis”… (primera lectura). El sistema religioso y político se ha quitado a Jesús de en medio porque sobraba. Lo han lastimado, torturado, se han reído de él. El santo efecto de la Pascua es reconocer que cuando los verdugos se ríen de las victimas están blasfemando (Salmo responsorial). No nos engañemos, hoy hay gente que se ríe de los descartados, de los hundidos en el Mediterráneo, de las criaturas carentes y abatidas.

El domingo pasado celebrábamos que “el que Vive” retorna pacificando y fortaleciendo a aquellos que lo abandonaron, sin reproches y sin echarles en cara su debilidad y abandono. Este domingo celebramos el efecto de la convocación. Jesús convoca alrededor de la mesa compartida. Los “santos efectos” de la Pascua son fortalecer lo débil y convocar lo disperso.

Los discípulos han ido superando miedos y bloqueos pero aún tienden a construir desde sus propio esfuerzo. Esfuerzo abocado al vacío y a la inutilidad: “salieron y se embarcaron, y aquella noche no agarraron nada”. El Señor resucitado se les hace presente y les invita a echar las redes otra vez. Entonces la barca revienta de abundancia. Los discípulos van cayendo en la cuenta que no pueden caminar ni trabajar solos. Este «caer en la cuenta» es un don del Resucitado.

Ahora Jesús los convoca y les prepara la mesa, “traed de los peces que acabáis de agarrar… venid, almorzad”. Los convoca alrededor de la mesa, mesa de fraternidad, mesa de reencuentro como hijos e hijas del mismo Padre. Cuando leemos atentamente el Evangelio de Juan sin fragmentarlo en consideraciones “piadosas” percibimos el paso de la esclavitud a la Fraternidad y Filiación. Estos días lo estamos celebrando, el Jueves Santo Jesús a nuestros pies como el que sirve, y por eso no dirá “no os llamo siervos sois mis amigos, un siervo no sabe lo que hace el amo”, y Jesús el Viviente ya no le dirá a María Magdalena “ve y dile a mis amigos” sino “ve y dile a mis hermanos, subo a mi Padre que es vuestro Padre, a mi Dios que es vuestro Dios”. Hoy, tercer domingo de Pascua, hagamos caso a la invitación y digamos de corazón: “aceptamos tu invitación al almuerzo compartido”. Si queda duda, Jesús retorna sobre su amigo Pedro, el que negó, abriéndolo a cuidar de los suyos, “apacienta mis ovejas”. Pura locura de amor y de confianza de Jesús el que Vive.

Toni Catalá SJ