Solemnidad de la Ascensión del Señor – Ciclo A (Mateo 28, 16-20)
Palabras a la vez sorprendentes y consoladoras las que Jesús dirige a sus discípulos en el momento en que, definitivamente, les va a dejar. Son las últimas palabras del evangelio de Mateo. Sorprendentes porque justo en el momento de dejarles les promete que va a estar con ellos todos los días; consoladoras porque la presencia del Señor en el día a día es promesa de alegría, de luz, de esperanza… de tantas cosas. Confieso que es una de las frases evangélicas que me resultan más consoladoras… pero también de las que más retos presentan a mi pobre fe.
Porque hay días en que no resulta fácil vivir que Él está con nosotros. Son esos días oscuros en que o bien los acontecimientos exteriores o bien las turbaciones interiores nos cuestionan esa presencia del Señor. A veces son días aislados y a veces son temporadas largas. Días en que entran en dolorosa contradicción creencias y vivencias. Dicho eso, y constatado en nuestra experiencia cotidiana, surge inevitablemente una pregunta: ¿qué interpretación dar a las palabras de Jesús en el momento de su Ascensión?
Quizá lo primero sea despejar equívocos o falsas ilusiones. La promesa de Jesús no es la promesa de una vida sin dificultades ni problemas. Jesús no promete una vida más allá de la vida “normal” de la condición humana: una vida con momentos de plenitud y alegría, pero también con momentos de dolor, angustia, incertidumbre o desesperanza.
No nos promete el Señor una vida de privilegios; quizá, incluso al revés: lo que sí puede suceder, y sucede, es que el compromiso con Jesús y su evangelio nos “complican” la vida, en muchos sentidos.
Pero las circunstancias que sean, las buenas y las malas se pueden vivir de muchas maneras. Y ahí sí: ahí entra de pleno la palabra y la promesa del Señor. En unión con Él, o, mejor dicho, en la unión de Él con nosotros, la vida se vive “de otra manera” tanto en sus circunstancias buenas como en las no tan buenas. La presencia del Señor en nuestra vida nos da otra luz para juzgar, otra fuerza para afrontar, otra esperanza para valorar lo bueno y lo no tan bueno de nuestra vida.
Nos equivocamos si entendemos esta promesa que el Señor hizo a sus discípulos en el momento de la Ascensión y nos hace hoy a nosotros como un “sacarnos” de la común existencia humana en toda su complejidad o como un “liberarnos” de dificultades normales o añadidas. Por el contrario, acertamos cuando identificamos esa presencia cotidiana del Señor en la capacidad que nos es dada de amar con gratuidad, de entregarnos sin resultados, de seguir confiando cuando parece que nada lo justifica.
Darío Mollá SJ