Domingo 4º de Cuaresma – Ciclo A (Juan 9, 1 – 41)
El evangelio de este domingo cuarto de cuaresma nos presenta el precioso capítulo 9 del evangelio de San Juan: la curación de un ciego de nacimiento. Como es un capítulo largo, la liturgia permite que en las eucaristías públicas se lea una versión abreviada del capítulo que hace una selección de versículos. Mi primer consejo hoy es que os toméis el tiempo en vuestra meditación personal de leer el capítulo completo, sin omitir ninguno de sus versículos ni aspectos. Vale la pena. Presenta el evangelista Juan este “signo” de Jesús con una frase que es la clave de su comprensión: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo” (5).
Devolver la vista a los ciegos es en toda la escritura signo de la acción salvadora de Dios. Lo recuerda Jesús en su presentación pública en la sinagoga de Nazaret citando la profecía de Isaías: “Me ha enviado para anunciar… la vista a los ciegos” (Lucas 4, 18) y cuando los discípulos enviados por Juan le preguntan si es él el Mesías o han de esperar a otro les responde: “Los ciegos ven” (Mateo 11, 5). En efecto, son muchas las curaciones de ciegos que aparecen en los evangelios.
Hay muchos tipos de ceguera, tanto físicos como espirituales. En lo físico está la ceguera radical que presenta el evangelio de hoy, el que es ciego de nacimiento, pero también hay otras causas y formas de ceguera: por accidente, por enfermedad sobrevenida, repentinas o progresivas… Y en lo espiritual hay también muchas formas de ceguera: las oscuridades y dudas que ponen en cuestión nuestra fe, aquellos momentos en que no vemos por ninguna parte la presencia de Dios en nuestra vida, la ceguera respecto a nuestros autoengaños… El evangelio de hoy es una invitación a dejar que Jesús toque nuestras cegueras y las sane.
Pero hay más: como resultado de la acción de Jesús el ciego no sólo recupera la vista, sino que con ello da el paso hacia una sorprendente madurez y libertad. Es impresionante el valor y la libertad con que el recién curado se enfrenta con las autoridades que le cuestionan. Cuando éstas interrogan a sus padres, los padres se inhiben por miedo; él sin embargo habla con toda claridad: “Si es pecador o no, no lo sé; lo único que sé es que yo era ciego y ahora veo” (25). Y acaba el capítulo con una rotunda confesión de fe: “Creo, Señor” (38).
No hay ceguera imposible para la misericordia de Jesús. Dejar que Jesús sane nuestras cegueras nos convertirá en creyentes y testigos, valientes y libres. Por eso, podemos hacer plenamente nuestra la petición de aquellos dos ciegos al borde del camino, sea cual sea nuestra ceguera de ahora: “Señor, que se nos abran los ojos” (Mateo 20, 33).
Darío Mollá SJ