No querer ver la muerte de cara, ignorarla, borrarla de nuestra vida cotidiana, hacerla invisible es perder humanidad, es un autoengaño sobre la condición humana terrible, se banaliza la misma vida que acaba no valiendo nada. Cuando la muerte es consumida diariamente en los noticieros, sólo se activan emotividades instantáneas que no llevan a nada, o a lo más a la resignación estéril ante lo que hay.
En uno de los versículos más breves de los evangelios (Jn 11,35) se nos dice: “Y Jesús lloró”. Jesús está conmovido y estremecido ante la muerte de su amigo Lázaro. Ante la muerte no cabe la palabra hueca, y Jesús hace lo más humano que se puede hacer ante la muerte que desgarra la amistad, que termina con la cercanía de la persona querida y nos aboca al estremecimiento de la soledad que invade y del duelo que entristece profundamente: llorar.
El que llora es Jesús de Nazaret, con estas lágrimas mete su dolor y la muerte de Lázaro en las entrañas del Compasivo. Ese Jesús que no eludió la muerte nos lleva a vivir sin cinismos ni autoengaños. La muerte está ahí pero esas lágrimas de Jesús son las lágrimas del Dios-con-nosotros que nos sigue fortaleciendo para vivir lucidamente y vivir con la esperanza de que la última palabra la tiene “el Dios de Abraham, Isaac y Jacob que no es un Dios de muertos sino de vivos: es decir que para él todos están vivos” (Lc 20, 37-38)”
Toni Catalá