Y habitó entre nosotros

Segundo domingo después de Navidad (Jn 1,1-18)

“A Dios nadie lo ha visto jamás”, así termina el prologo del evangelio de Juan que proclamamos este domingo. Es una afirmación contundente y rotunda, corta de raíz toda pretensión de creer que, al Misterio Absoluto, a la Realidad Última la “vemos” y la manejamos a nuestro antojo. Lo más que nos puede acontecer es quedarnos sobrecogidos ante la maravilla de la totalidad del universo, de la naturaleza que nos desborda y ante creaciones humanas que desbordan los límites de lo humano por su belleza; como también quedarnos sin palabras y sin respuesta ante tantas tinieblas de este mundo que destruyen la bondad y la belleza.

Nos dice a continuación el relato que es Jesús de Nazaret quién, a ese Dios que nadie ha visto, con su palabra y vida nos lo ha “contado”, “narrado”, “interpretado” … La comunidad percibe con el paso de los años que este Jesús de Nazaret es el hombre que “venía de Dios”, que el secreto último de Jesús, el que compartió su vida con nosotros, el que “pasó haciendo el bien y liberando a todos los oprimidos por el mal”, era quien desde siempre y para siempre vivía de cara a Dios. Jesús era y es, su regalo; era y es, su Palabra Creadora; era y es, el que estaba desde siempre y para siempre en las entrañas del Compasivo.

Jesús, con su vida, nos ha mostrado que ese Dios que supera toda nuestra percepción directa, es Padre y Creador, que es Ternura y Misericordia, que es Dios de vivos y no de muertos, que es fuente de Vida y Reconciliación. Jesús es el hombre que ha hecho de Dios una Buena Noticia. Para mucha gente el oír la palabra Dios les lleva a sentires asfixiantes y tóxicos. Tenemos que seguir santificando el Nombre de Dios como seguidoras y seguidores de Jesús, que su nombre no se blasfeme por nuestra causa, al fin y al cabo, es lo primero que Jesús nos dijo que pidiéramos cuando fuéramos a rezar: Santificar el Nombre. Dejar que nos cambie el corazón de piedra por un corazón de carne como bien dijo el profeta Ezequiel y que recordamos en cada Vigilia Pascual.

Jesús con su vida acreditó, santificó, hizo verdad el Nombre de Dios, testificó que el Misterio Absoluto no es el “solitario del cielo”, el “malhumorado dios que no nos soporta en nuestra debilidad”. Dice la carta a los Hebreos “que Jesús no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Heb 2,11). Jesús con su vida nos invitó a vivirnos como hermanos e hijos. El nos lo hace posible, dice el evangelio de hoy.

Para ser hijos de la luz y no de las tinieblas, para acoger a esa Luz que viene sobre nuestras vidas en Jesús, nos tenemos que disponer, lo tenemos que desear. Es un don que está viniendo continuamente a nosotros pero que nos pilla muchas veces distraídos, por eso la insistencia en la vigilancia en los domingos de adviento. No nos abrimos a ser alumbrados por la Luz de la Vida porque muchas veces nos falta la sencillez de corazón para reconocer que solos no podemos, que necesitamos siempre que el niño de Belén saque lo mejor de nosotras y nosotros mismos, y que el poner los ojos en la Cruz nos haga mas compasivos y solidarios. Nos hacemos hijos de la luz para los que caminan en tinieblas cuando nuestra vida se convierte en regalo para los que nos rodean y no en carga. “Venid a mi los cansados y agobiados…”

Toni Catalá SJ