Domingo de la Ascensión del Señor – Ciclo C (Lucas 24, 46-53)
Este domingo celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor que es la culminación de su Resurrección: Jesús asciende a la derecha del Padre, después de cumplir su misión en este mundo. El relato de la Ascensión aparece al final del evangelio de Lucas y al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles que la tradición atribuye también al autor del tercer evangelio. En uno y otro texto aparece la misión que Jesús confía a sus apóstoles antes de ser llevado al cielo: la misión de ser sus testigos. “Vosotros sois testigos de esto” (Lucas 24, 28), “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hechos 1, 8).
Testigos ¿de qué? Testigos del mismo Jesús “mis testigos”. Testigos de Alguien que enviado por Dios pasó por esta tierra haciendo el bien y anunciando con sus palabras y con sus hechos la salvación de Dios para todo el mundo, que fue crucificado, pero al que Dios resucitó y sentó a su derecha donde intercede por nosotros. Jesús les pide que sean testigos de aquello que han vivido con Él.
Hay, sin embargo, un matiz significativo y paradójico en el mandato de Jesús que captamos si leemos con atención el texto evangélico: al mismo tiempo que Jesús les envía a “todos los pueblos, comenzando por Jerusalén” les pide “quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto”. Les encarga ser testigos por todo el mundo, pero les pide que se queden en la ciudad hasta que reciban la luz y la fuerza del Espíritu que les va a enviar. Para ser testigos son necesarias, pues, dos condiciones: una experiencia personal de encuentro con Jesús y la acogida del Espíritu que permite leerla a la luz de Dios y da la capacidad de expresarla y compartirla.
Esta misma llamada a ser testigos de Jesús es una llamada inherente a nuestra condición de discípulos suyos en el mundo de hoy. No es una llamada fácil en un contexto tan secularizado como el que vivimos. Todos hemos experimentado de una manera o de otra esa dificultad. Una dificultad tanto interna como externa. Por una parte, no se trata sólo de tener una experiencia, sino de ser conscientes de ella y saber leerla a la luz de Dios, desde la fe, para captar el significado hondo de las cosas que nos pasan y de los acontecimientos de la vida; por otra parte, se trata de encontrar los modos, lenguajes y formas de compartir esa experiencia en nuestro mundo concreto.
Ese “quedarnos en Jerusalén” antes de salir a proclamar nuestra experiencia es una invitación, nunca prescindible, a cuidar nuestra vida interior sin la cual nuestra acción exterior no será auténtico testimonio. Una vida interior hecha de oración, de escucha del Espíritu, de humilde súplica, de reflexión… para ser no simplemente voceros o propagandistas o teóricos, sino auténticamente testigos.
Darío Mollá SJ