Venid a la boda: los convidados no hicieron caso

Domingo veintiocho del tiempo ordinario (Mt 22,1-14)

Seguimos con el conflicto. Las autoridades “estaban deseando echarle mano”, se frenan por miedo a la gente, pero Jesús sigue queriendo expresar lo que siente, y en esta parábola de los “convidados a la boda”, con dolor porque es hijo de Israel, Jesús percibe que el Dios del Reino que anuncia rebasa los limites de su pueblo, es un Reino de Dios para todo el mundo, buenos y malos, y hay que salir a las encrucijadas de los caminos para invitar. La boda estaba preparada pero los primeros convidados “no se la merecían”

De un modo tenso, porque tensa es la realidad, el evangelio de Mateo nos va mostrando, en el conflicto de Jesús en Jerusalén, que el Dios que Jesús vive es para todos. Está dejando de ser un Dios tribal, étnico, de un solo grupo interesado aunque sea el de los buenos, legitimador de los ávidos de poder… Jesús, que fue cuestionado por la mujer sirio-fenicia cuando le dijo que los extranjeros tienen derecho por lo menos a las migajas que caen de la mesa del amo (Domingo veinte, enlazar), ahora percibe que no sólo tienen derecho a las migajas sino a sentarse a la mesa de la boda, nueva alianza, y con traje de fiesta y de alegría.

Paradójicamente el conflicto con las autoridades religiosas y con el templo es lo que abre a la universalidad. Cuando se entra en conflicto con cualquier grupo que pretende acaparar a Dios, percibimos que Dios nos lleva más allá de nuestro “propio amor, querer e interés” –nos dice San Ignacio– para descubrirlo como “Señor de Cielo y Tierra”, como el “Padre nuestro del Cielo”, el Dios que hace salir el sol sobre todos. En el conflicto de Jerusalén, y sobre todo en la entrega crucificada de Jesús, entran en crisis todas las imágenes arcaicas, por tribales, de Dios, que sólo generan exclusión y muerte.

Pero para entrar a la boda, para aceptar la invitación, no hay que hacerlo pasivamente, no es una aceptación escéptica o curiosa de “vamos a ver que es lo que hay por ahí dentro…” sino que hay que vestirse de fiesta, porque es una invitación a la fiesta de la alegría de la fraternidad, a la alegría del reencuentro. Es la misma mesa en igualdad de dignidad como criaturas de Dios.

Se viste de fiesta el que vive la invitación con agradecimiento. Todos somos llamados a la boda, pero no todos la vivimos como un gran regalo, los “escogidos” que dice el evangelio son quienes han percibido la invitación como don. La invitación como don la percibimos cuando en las encrucijadas de la vida, por oscuros sean los caminos, no perdemos el anhelo, el deseo de ser acogidos, de encontrar los caminos de Vida y de dejar los caminos que no llevan a ninguna parte.

Cuando en los caminos de nuestra vida hemos encontrado y seguimos encontrando a los “criados del rey”, que nos invitan, en nuestras propias biografías sabemos quienes han sido estos enviados que nos han llevado a la fiesta del Reino. No podemos dejar ya de dar gracias por ellos. Vamos a vestirnos de fiesta y de alegrarnos porque Jesús no sigue abriendo al “Padre nuestro”.

Toni Catalá SJ