Un abismo nos separa

Si echas un vistazo al capítulo 16 del Evangelio de Lucas verás que hay dos parábolas: el administrador injusto (que se leyó el pasado domingo) y el rico y Lázaro (que se lee este domingo). Ambas parábolas están engarzadas por un versículo donde se afirma que no se puede servir a Dios y al dinero (Lc16:13) y urge a elegir y tomar una decisión. Es la clave de las dos parábolas en las que se nos presentan dos situaciones antagónicas.

La parábola de este domingo refleja no sólo la situación de la sociedad del tiempo de Jesús y del tiempo de Lucas, sino también de nuestra sociedad hoy. En la parábola aparecen tres personas:

1) Lázaro, el pobre, el único que no habla. Apenas existe. Lázaro representa el grito de los pobres de todos los tiempos.

2) El rico sin nombre, que habla a cada instante. El rico sin nombre representa la ideología dominante de todos los tiempos.

3) El padre Abrahán, que en la parábola representa el pensamiento de Dios.

La parábola es una denuncia fuerte y radical de esta situación. No es una invitación a aceptar una situación, a resignarse, a no rebelarse contra la injusticia, a esperar un más allá en el que Dios arregle las injusticias humanas. Entendido así, el mensaje evangélico sería un conformismo que ayuda a mantener el desorden establecido y la injusticia humana.

Sin embargo, la clave para comprender el mensaje de la parábola está en la última escena.  Esta parábola no es una promesa para el futuro. Mira a la vida presente y va dirigida a los cinco hermanos del rico, que continuaban, después de la muerte de su hermano y de Lázaro, en la abundancia y el despilfarro. Por eso, el rico, alarmado por lo que espera a sus hermanos si siguen viviendo de espaldas a los pobres, pide a Abrahán que envíe a Lázaro a su casa, a sus hermanos, para que los prevenga, no sea que acaben en el mismo lugar de tormento.

El abismo entre los ricos y los pobres, según Lucas, puede y debe cambiarse en el presente. El futuro se hace en el presente y quien sabe cambiar su presente, cambia también el futuro. Este es el objetivo final también de la narración sobre el rico y el pobre Lázaro, como lo era del administrador de la injusticia que supo repartir el dinero acumulado de su comisión para hacerse amigos; no se lo guardó para él.

Para Jesús, uno de los signos más potentes de la irrupción del reino es la justicia y el reparto justo de los bienes. La sociedad de su tiempo era desigual como la nuestra. Lo que es más grave, había también desigualdades al interior de la comunidad cristiana de Lucas.

Lázaro anhela comer aunque sean las migajas que caen de la mesa del rico. Es la imagen precisa para dar idea del desequilibrio socioeconómico que quiere describir Jesús. Para él, el empobrecimiento cuyo extremo emblemático es Lázaro, no es consecuencia de una mala suerte; mucho menos podría formar parte del proyecto del Padre. Para Jesús, el empobrecimiento de las personas tiene un origen que todos conocen: la codicia, la ambición, el desenfrenado apetito de tener, aun a costa de despojar a otros.

Esa actitud genera de por sí un gran abismo entre los opulentos y los empobrecidos; una brecha que cada vez se ensancha más y que es sumamente difícil de superar, porque implica la conversión del rico; conversión que implica buscar la justicia, abrir su puerta al pobre, despojarse y ser solidario (Dt 15,11).