Tirar piedras sobre el propio tejado

El Evangelio de este domingo (Jn 8, 1-11) nos presenta la historia de esta mujer sorprendida en adulterio y que recuerda la historia de Ana, una mujer que no podía tener hijos y que se veía sometida a los insultos y el desprecio de Feniná, la otra mujer de su marido Elcaná (1 Sm 1:1-10). Ana es una mujer afligida, con una amargura en el alma que la deshace en un llanto desconsolado. Su vida desgarrada se transforma en una oración conmovedora llena de lamentos. El profeta Elí, desde la distancia, la ve orar de este modo en el Templo y la tomará por una mujer borracha. La tratará como a tal, recriminándole su actitud. La mirada de Elí, el hombre religioso, es una mirada de la que sale juicio, rechazo y desprecio y el Evangelio de este domingo nos recordará que no es lo mismo «mirada religiosa» que «mirada evangélica». Una diferencia que provoca un profundo escándalo y un rechazo visceral.

Es una diferencia que volveremos a reconocer cuando Jesús esté en casa de Simón el fariseo y entre la pecadora de la ciudad: los dos mirarán a la misma mujer pero ni percibirán lo mismo ni se situarán de igual modo (Lc 7,36-50). Contemplar a aquella mujer tocando a Jesús debió provocar una inmensa repugnancia en Simón. Aquello era superior a sus fuerzas. Lo único que alcanzaba a ver en ella era una suciedad que le asqueaba y de la que se defenderá con uñas y dientes a base de normas implacables de pureza que le hacían sentir seguro y a salvo.

Los fariseos y letrados que nos presenta el Evangelio de este domingo se defenderán acudiendo a lo mandado por la Ley de Moisés. Sienten que no tienen nada que ver con esa mujer, con esa suciedad que les repugna y que les hace sentirse legitimados en su desprecio. Pero esconderán el asco que sienten hacia esa mujer bajo la aparente honorabilidad de ser gente de bien que buscan guardar la Ley.

Dentro de su lógica, todo cuadra: ellos no están manchados, están limpios y esta certeza les impide percibir el dolor y el sufrimiento de una mujer que tiene que cargar con el rechazo y el desprecio de quienes, como ellos, se creen puros. Nuevamente la dureza del corazón que ciega e incapacita para la compasión y la misericordia. Y seguirán cargando losas de juicio y rechazo mientras Jesús seguirá quitándolas. A su alrededor está creando espacios de alivio donde los que ya no pueden más vuelven a respirar y se sienten aliviados. Los de siempre, los de la Ley y el Templo, seguirán encerrados en su mundo, aferrados a creencias que les justifican.

La mirada de estos fariseos y letrados es la misma de aquel otro fariseo que subió al Templo a orar y que se situó espantosamente mal: “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos y adúlteros” (Lc 18,11). Y por si a Dios no le había quedado suficientemente claro no tendrá el menor reparo en señalar a ese publicano que también estaba orando en el Templo: “no soy como ese publicano”. Es el mismo desprecio del hijo mayor de la parábola que contemplamos el pasado domingo y que al referirse a su hermano lo nombra como “ese hijo tuyo”. Nuevamente la mirada que lleva al desprecio de aquellos que se sienten justificados ante un Dios que creen les dará la razón. No les cabe la más mínima duda.

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