Ser testigo de la verdad

Domingo 34 del Tiempo Ordinario. Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo B (Juan 18, 33b-37)

“Para eso he nacido y para eso he venido al mundo, para ser testigo de la verdad”. Jesús define el sentido de su vida de este modo tan contundente delante del gobernador romano, Pilato, en un momento en el que se juega la vida o la muerte. No se anda con componendas ni con juegos de palabras, afirmando, una vez más, su libertad y su soberanía. El escéptico Pilato responde, con desdén, aquello de “¿qué es la verdad?”, pregunta que firmarían tantos contemporáneos nuestros… Para el gobernador la única verdad, como demostrarán los hechos posteriores, es la de conservar el poder a cualquier precio, incluso al precio de una condena injusta y el derramamiento de sangre inocente.

Jesús no necesita responder con palabras a esa pregunta de puro postureo, porque la verdad es Él mismo, con su actitud y conducta a lo largo de toda su vida y en ese mismo momento.  Hasta los mismos enemigos de Jesús tienen que reconocer, aunque con mala intención: “Maestro, nos consta que hablas y enseñas rectamente, que no eres parcial, sino que enseñas sinceramente el camino de Dios” (Lucas 20, 21). Con su conducta y su menosprecio de la verdad Pilato va a conservar por un tiempo (seguramente menos del que él esperaba…) su parcela de poder, pero pierde toda autoridad. Porque el poder lo pueden dar unos papeles, pero la autoridad se gana día a día con la honestidad y la verdad.

Ser personas “de verdad”, ir “con la verdad” por delante, es el camino para alcanzar una plena dignidad humana, tanto en el vivir como en el morir (como el caso de Jesús y de tantos y tantas mártires que le han seguido a lo largo de los siglos). Una dignidad que perdura a través de los tiempos a ojos de Dios y en la memoria de los hombres. Esta misma semana hemos recordado, con emoción, a los jesuitas asesinados en el Salvador y a las dos mujeres asesinadas con ellos. Me viene a la memoria la preciosa frase que pronuncia el cardenal Altamirano, al final de la película “La Misión”: “Así, pues, vuestra Santidad, vuestros sacerdotes están muertos y yo vivo. Pero en verdad soy yo quien ha muerto y ellos son los que viven. Porque, como ocurre siempre, el espíritu de los muertos sobrevive en la memoria de los vivos”.

Vivir en verdad es el camino seguro hacia el más preciado de los dones de una persona humana y de una criatura de Dios: la libertad. Jesús lo afirmó y lo profetizó con claridad y vigor: “La verdad os hará libres” (Juan 8, 32). Y el acto supremo de toda libertad humana es la libertad de darse, la libertad de entregarse: “… doy la vida… Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla” (Juan 10, 17-18). Vivir en verdad para crecer en libertad, y crecer en libertad para hacer de la vida servicio y entrega: un horizonte de sentido para nuestro seguimiento de Jesús.

Darío Mollá, SJ