El pasado 16 de Junio, el Papa Francisco participó en la apertura del Congreso Diocesano de Roma con un discurso sobre el tema “La Alegría del Amor, el camino de las familias en Roma a la luz de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia”. El realismo evangélico fue uno de los puntos desarrollados por Francisco y, nuevamente, ofreció criterios para orientarse en la complejidad de la realidad que pide de nosotros respuestas acertadas y oportunas que ayuden y no sólo declaraciones de principios. Estas fueron sus palabras:
«Nuestros análisis son importantes y necesarios y nos ayudarán a tener un sano realismo. Pero nada se compara con el realismo evangélico, que no se detiene en una descripción de las situaciones, de las problemáticas -menos en el pecado- sino que siempre va más allá y logra ver detrás de cada rostro, de cada historia, de cada situación, una oportunidad, una posibilidad.
El realismo evangélico se compromete con el otro, con los otros y no hace de los ideales y del “deber ser” un obstáculo para encontrarse con los demás en la situaciones en las que se hallan. No se trata de no proponer el ideal evangélico, al contrario, nos invita a vivirlo al interno de la historia, con todo lo que implica. Esto no significa no ser claros en la doctrina, sino evitar caer en juicios y actitudes que no asuman la complejidad de la vida.
El realismo evangélico se ensucia las manos porque sabe que “trigo y cizaña” crecen juntos, y lo mejor del trigo siempre – en esta vida – estará mezclado con algo de cizaña. «Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, “no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”». Una Iglesia capaz de «asumir la lógica de la compasión con los frágiles y evitar persecuciones o juicios demasiado duros o impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37)» (AL, 308)».