Empieza la Cuaresma entre cenizas que nos recuerdan nuestras ruinas y tormentas, que nos sitúan sencillamente con una cruz y nos orientan hacia una esperanza que nos salva.
Es tiempo de desiertos y miradas profundas, tiempo de silencios que regeneran por dentro y nos ayudan a vivir a corazón abierto, es tiempo de volver al Evangelio que es caricia y es pan.
Podemos refugiarnos en lo accesorio, escondernos entre la costumbre y la rutina y no dejarnos impregnar de este espíritu nuevo que todo lo toca y convierte si le dejamos. Pero empezamos otra vez, y es posible dejarse abrazar y descubrir en cada ternura de Dios un amor inimitable que nos renueva y enamora.
Vivir como hijos e hijas de Dios es cooperar en la obra liberadora del Reino, es hacer vida la herencia que guardamos en el corazón y que es bienaventuranza para toda la creación. Y esto espera la tierra entera, que nos manifestemos y, que revelemos sin tregua esa misericordia recibida para generar modelos nuevos de convivencia.
El amor de Dios nos transfigura para que sea posible esta armonía, nos capacita y alienta para que las sombras de este mundo no nos acobarden y nos mantengan en un letargo de indiferencia y pasividad. El amor de Dios nos prepara y empodera, hace posible una mirada compasiva que no pierde de vista el “horizonte de la Resurrección”. El amor de Dios nos recoge y atiende en nuestra pequeñez y miseria, y es su gracia en nuestra fragilidad la que hace milagros devolviendo la esperanza.
Es un asunto urgente que nos mostremos en paz como hijos e hijas de la luz en este mundo, que activemos nuestra atención para ser cauce de reconciliación porque “lo nuevo ha comenzado” (2Cor 5, 17) y podemos volver a nacer siendo una nueva creación. Este es el desafío y la posibilidad, abrirnos a un cielo nuevo y una tierra nueva (cf. Ap 21, 1) donde Dios ha transformado, como la primera vez, los desiertos en hermosos vergeles.
Parece que todo el universo lo anhela y está impaciente para que nos manifestemos y sea posible convivir desde esta libertad. El camino de la Cuaresma nos ayuda a entrar en esta sabia dinámica de ayuno, oración y limosna, donde aprender a respirar en Dios y desprendernos de todo eso innecesario que tantas veces nos devora.
El tiempo de Cuaresma es toda una invitación a mirar nuestro barro, con misericordia y bondad, pero con firmeza y determinación para dejarnos habitar y transformar por un Dios que se revela en lo más frágil y pequeño haciendo buenas todas las cosas.
Abramos el corazón porque es donde Dios descansa y nos libera. ¡Vamos!
Amparo Navarro Salvador