La llegada de un hijo te cambia la vida. Te cambia la vida desde el momento en que entra en la casa para quedarse. La hospitalidad del evangelio, la misión evangelizadora, cobra un sentido muy concreto cuando llegan los hijos.
A menudo escuchamos, con cierta tristeza, a amigos (adultos comprometidos en parroquias, en movimientos de Iglesia, laicos formados) que se lamentan de cómo la crianza les ha alejado de su vida espiritual. Y es que la llegada de un hijo también nos cambia la vivencia de la fe.
Cuando nació nuestra primera hija, tan soñada, tan rezada y tan deseada, nos planteamos si era posible que esa llamada a la paternidad, ese regalo de Dios, nos pudiera apartar del seguimiento de Jesús. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que al acoger una nueva vida, emprendíamos un camino nuevo para nosotros, un camino en el que ir descubriendo que el Señor nos llama a otra forma de relación, donde ya no estamos solos Tú y Yo y Él (“qué bien se está aquí…hagamos tres tiendas…”). Vivir la fe en familia conjuga un plural mucho más grande.
“Si no os hacéis como niños”…¡Qué difícil era antes entender cómo hacerse como un niño! A veces nos da miedo simplificar el lenguaje, porque sentimos que estamos perdiendo profundidad. Y Dios habla en lo sencillo. A veces creemos que nuestra oración ya no tiene intensidad, porque entre deberes, extraescolares o lavadoras, apenas queda tiempo más que para encender una vela y ofrecer el día… O incluso sentimos que hemos dejado de rezar. Cuando en realidad la oración también es ofrenda de desvelos, escucha atenta, disponibilidad, mirar con ternura, cansancio entregado… Porque como decía Santa Teresa, “también entre los pucheros anda el Señor”.
Educar en la fe es un ejercicio de doble sentido: los padres educamos en la fe a la vez que vamos aprendiendo la forma de amar de Jesús. La paternidad nos ha brindado la oportunidad de releer el evangelio con asombro, de buscar palabras sencillas para explicar la Buena Noticia,de mirar con otros ojos la liturgia. Ser familia nos ha entrenado el olfato para percibir lo esencial (y es que los niñoscrecen tan deprisa…). Los hijos nos están mostrando continuamente nuevos lenguajes de Dios con nosotros: nos habla a través de ellos, nos quiere a través de ellos.
Hace unos días, nuestra hija de tres años nos preguntaba asombrada interrumpiendo la famosa oración de “Jesusito de mi vida”:
– Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto que te doy mi corazón… ¿Por qué se lo damos?
No quería continuar rezando hasta obtener su respuesta:
– Dime, pero…¿por qué le damos el corazón a Jesús?
Todos los padres tenemos historietas similares que contar… se puede quedar en lo anecdótico y divertido. Pero también se puede contemplar como un ejercicio de“teología para pequeños”: Por qué hemos elegido entregar a Jesús nuestro amor.
Vivir la fe en familia implica buscar respuestas con los hijos; crecer con ellos, recorriendo un sendero desconocido, con otras formas, otros horarios, otros códigos. La crianza no es un “tiempo muerto” en el seguimiento de Jesús. Es acoger el regalo de hacerse misioneros en el propio hogar.
@monialezu