Domingo 29º Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 1 – 8)
La pequeña parábola que nos presenta el evangelio de este domingo presenta a dos personas que están en las antípodas de la escala social y, por ende, en posiciones radicalmente distintas en cuando a poder e influencia. La viuda era en aquella sociedad el exponente de la máxima pobreza y la máxima indefensión; un juez era un poder indiscutible y, si además se añadía, como dice la parábola, que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres” era un enemigo temible y para alguien tan débil como la viuda una persona inaccesible y en la que no se podía confiar lo más mínimo.
Sin embargo, y sorprendentemente, la impotente viuda consigue vencer al prepotente juez por la fuerza de su insistencia, por su constancia en el pedir. Insistencia que puede tener motivaciones diversas: la propia angustia de la viuda ante su situación, pero también su fuerza interior, su capacidad de no darse por vencida, de creer en sí misma. Con este ejemplo el evangelista Lucas, el evangelista de la oración, insiste en la necesidad de “orar siempre, sin desfallecer”.
¿Hasta qué punto es válida esta parábola para el fin que se pretende? Porque, curiosamente, parece que el mismo evangelista desmiente el valor de su argumento al decir que Dios no tiene nada que ver con un juez injusto. Dios es “el que hace justicia sin tardar”. Por tanto, no está hablando de situaciones equiparables al cien por cien. Lo que al evangelista le interesa destacar es la fe inquebrantable de la viuda que es capaz de vencer una resistencia aparentemente invencible.
Nuestra oración persistente, “sin desfallecer”, no pretende transformar la voluntad de Dios, pues la voluntad de Dios es siempre amor y justicia, especialmente por los más pobres. ¿Para qué sirve, entonces? Para fortalecer nuestra fe. Una fe que, cuando es cierta y plena, puede mover montañas: “si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: ‘trasládate desde ahí hasta aquí’ y se trasladaría. Nada os sería imposible” (Mateo 17, 20-21).
Lo que presenta la parábola de hoy es un desafío casi tan imposible como mover de sitio una montaña: que un juez injusto haga caso a una viuda desvalida. La oración nos fortalece a nosotros mismos ante tantos desafíos que la vida nos presenta y que nos parecen imposibles. El “milagro” que Dios hace en nosotros es dotarnos de una fe que nos empodera mucho más de lo que podamos pensar. Pero a veces nuestra fe es muy débil y flaquea especialmente en las situaciones difíciles. Es por eso por lo que necesitamos orar sin desfallecer especialmente en esas circunstancias. Acaba el texto con una tremenda pregunta que Jesús plantea: “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
Darío Mollá SJ