Cuentan que un día les dijo que un padre tenía dos hijos (Lc. 15, 11-32) y que a los dos les dio la parte de la herencia. Les dijo que uno de los hijos se fue y que el otro se quedó. Y quienes le escuchaban debieron de pensar que uno era el malo y el otro, el bueno. Su sospecha se vio confirmada cuando les dijo que el hijo pequeño acabó en un país lejano, buscándose la vida, viviendo de precario, cuidando cerdos y alimentándose de lo que sobraba cuando ya habían comido los animales.
Fue entonces cuando les quedó meridianamente claro que no se podía caer más bajo y que tenía su merecido. Menuda diferencia con el hermano mayor, ese sí que era un hijo “como Dios manda”. Lo que le pueda pasar al pequeño a partir de entonces es problema suyo. Él se lo ha buscado. Historia zanjada, ya no hay más que hablar… ¿o sí?
Quienes escucharon a Jesús contar a qué se dedicaba mientras tanto el padre, no podían dar crédito. En vez de haber zanjado el asunto de su hijo, no se desentendió de él aún después de haberlo avergonzado con su comportamiento. No alcanzaban a entenderlo. Les resultaba inconcebible que saliera todos los días a ver si el hijo volvía a casa porque no alcanzaban a comprender que la compasión y la misericordia tienen que ver con la determinación de no dar nada por zanjado.
Estaba sucediendo algo inaudito. Lo de Jesús no es zanjar historias a base de sentencias inapelables y no está dispuesto a entrar en discusiones ni a dejarse enredar en disquisiciones legalistas. Donde los de siempre, los de la Ley y el Templo, ponen el punto final, Jesús continúa recuperando, rehaciendo, rehabilitando, devolviendo a la vida. Ante la alegría de la Fiesta compartida no cabe perder tiempo con la lógica de la dureza de corazón.