Trigésimo segundo domingo (Lc 20,27-38)
Jesús ya está en Jerusalén, se ha metido en la “boca del lobo”. Sabe que el centro del poder religioso “mata a los profetas y a los que se le envían”, pero también que Jerusalén es la ciudad de David, la “cumbre de la alegría” para todo judío creyente como Jesús.
Jesús quiere anunciar la Buena Noticia en el centro para que se manifieste a todo Israel. Sabe lo que le puede venir encima, pero no huye al desierto como los esenios de Qumrán que han roto con Jerusalén. Jesús cuando ve venir el lobo no huye. Está implicado en la historia de su pueblo con todas consecuencias.
Las familias sacerdotales de Jerusalén, los saduceos, detentan el poder sobre el Templo y, por lo tanto, son “funcionarios de dios” en la medida que se considera que en el centro del centro del Templo, en el Sancta Santorum, habita la Divina Presencia, la Sekhináh. Los saduceos no creen en la resurrección de los muertos, no creen en el futuro de Dios porque ya lo controlan en el presente y además hacen negocio con él. Además son totalmente colaboracionistas con el Imperio romano porque les aseguran el orden público.
Los saduceos no necesitan creer en nada más, ni falta que les hace, porque no les importa para nada el futuro de los abatidos de la casa de Israel. Jesús, al igual que los fariseos, si que espera en el futuro de las criaturas del Dios de Vivos.
Se le acercan los saduceos con la intención de enredarlo con disquisiciones (Lc 20, 27-38). Jesús sabe que los sencillos lo entienden y los sabios y entendidos no, pero con paciencia los escucha. Lo quieren enredar con lo de los siete hermanos que se casan y enviudan… y con lo de quién será el marido de la mujer en la resurrección… Tienen un percepción ridícula y caricaturesca de la resurrección, como que en el “mundo venidero” todo será más de los mismo. Jesús les cambia radicalmente de plano
Para Jesús decir resurrección es decir «Dios de Abraham, de Isaac y Jacob que es Dios de Vivos y no de muertos». Para Jesús, Dios es la Fuente de la Vida, Manantial de agua viva que no se agota. Decir «Dios de Vivos» es decir que la muerte no tiene la última palabra, que no se lo traga todo en el lugar de nada. Jesús les cambia de plano porque, para los saduceos, dios es un ídolo al que manejan para legitimar su dominio.
En Jerusalén, Jesús se lo juega todo. A partir de este momento en el relato evangélico aparece con toda claridad la colisión entre dos percepciones de Dios. Un Dios de Vivos para el que todo estamos Vivos, “son hijos de Dios, porque han resucitado”, que entra en colisión con una estructura que se ha convertido en “cueva de ladrones”.
Jesús quiere que Jerusalén sea lugar de encuentro entre los pueblos, según el viejo sueño profético, y no lugar de asfixia y de negocio. Jesús mostrará su fidelidad al Dios de la Vida hasta el final, por eso el “velo del templo se rasgará de arriba abajo”. La Divina Presencia, a partir de ahora, estará en la humanidad doliente.
Toni Catalá SJ