¿No debías tú también tener compasión de tu compañero?

Domingo veinticuatro del tiempo ordinario (Mt 18,21-35)

Jesús sigue con sus discípulos camino de Jerusalén, les sigue instruyendo sobre cómo abordar los conflictos en la comunidad, como se nos proclamaba en el evangelio del domingo pasado. Pedro insiste en cuántas veces hay que perdonar al hermano que ofende. La respuesta de Jesús es contundente: ¡siempre! (setenta veces siete)

Ahora es cuando entra el desasosiego, el malestar, la culpabilidad, el sentimiento de infidelidad… en muchos seguidoras y seguidores de Jesús. Nos enredamos en nuestro “raquítico mundo afectivo ofendido” y lo convertimos en criterio último de perdón, constatamos la tremenda dificultad que tenemos para perdonar y entonces dudamos de que el Dios de la vida nos perdone también siempre y definitivamente.

Si quedamos enredados en el yo no hay salida. Nos instalamos en la ofensa, en la herida y nuestra vida se “amarga”. Perdemos la ternura, la compasión, la “dulzura” y aparece el resentimiento, la impotencia y más cuando seguimos rezando “como nosotros perdonamos”. Cuánto sufrimiento genera el querer perdonar y no poder, el experimentar la impotencia. Por otra parte, da la impresión de que Jesús no está hablando a seres de otra galaxia, no está hablando a un cuerpo de elite, sino que está exhortando a hombres y mujeres como nosotros. Jesús no pide lo imposible, pero si que nos lleva al límite para que afloren nuestras potencialidades.

Jesús nos dice que hay que cortar, que hay que soltar (perdonar) la ofensa, no instalarnos en ella para que no se desencadenen dinámicas infernales de odios, venganzas e injusticias. Si no nos plantamos nos destruimos. Hay que cortocircuitar la larga marcha de odios que pasan de generación en generación. Jesús es judío y sabe que las venganzas se eternizan, “Caín será vengado siete veces y Lamek setenta y siete” (Gn 4,24). Para Jesús el perdón nunca puede ser menos extenso que los deseos de venganza, si no ya no existiríamos…

Jesús le responde a Pedro con una parábola que no necesita explicación: soy capaz de perdón si me siento perdonado. El problema es que hoy no sentimos la necesidad de ser perdonados, nos hemos convertido en dioses. El sentirnos necesitados de perdón no es porque nos victimicemos alimentando sentimientos de falta de autoestima, alimentando espiritualidades que nos “agusanan” … sino porque reconocemos que, si nos tenemos en más de lo que somos, orgullo, dañamos a los demás y si nos tenemos en menos, no reconocernos criaturas agraciadas, nos dañamos a nosotros… y esa es nuestra tendencia.

Sólo la mirada compasiva de Jesús nos recoloca en nuestro justo lugar. Sólo la experiencia de un amor Compasivo que nos abraza y hace que sintamos queridos nos recoloca. Entonces es más fácil que nuestro yo herido no se instale en amargura y la injusticia sino en la compasión para con el otro.

En la parábola se nos dice genialmente hasta donde puede llevar esta falta de reconocimiento agradecido que supone el sentirnos incondicionalmente perdonados: a destruirnos. Nuestro Dios, para querernos, sólo nos pide que nos dejemos querer, y por eso arroja, echa fuera, perdona, todo aquello que nosotros creemos que nos aleja de él y nos hace permanecer en el orgullo. El hombre y la mujer que se siente queridos son capaces de sentir compasión por el hermano.

Toni Catalá SJ