Ningún profeta es aceptado en su pueblo

Domingo 4º tiempo ordinario – Ciclo C (Lucas 4, 21-30)

De entrada, hay dos cosas que sorprenden en el evangelio que la liturgia nos propone en este domingo. La primera es el hecho mismo de prestar atención dentro de la selección de evangelios dominicales a esta escena que presenta ya un rechazo a la persona de Jesús apenas iniciada su misión y entre sus mismos paisanos; la liturgia no ha querido pasar de largo sobre ello y quedarse sólo con la solemne proclamación de la misión de Jesús que meditamos el pasado domingo.

El segundo detalle a observar en esta escena evangélica es la “universalización” que hace Jesús de su propia experiencia de sentirse rechazado: “ningún profeta”. El rechazo a los profetas es un dato que aparecerá en otros momentos de la predicación de Jesús: por citar sólo un ejemplo: “Sois hijos de los que asesinaron a los profetas” (Mateo, 23, 31). Y los profetas han seguido siendo asesinados a lo largo de todas las épocas de la historia humana hasta hoy: su enumeración sería bien numerosa y los nombres de algunos de ellos bien conocidos y significativos. Hace unos días se beatificaba en El Salvador a uno de ellos, el P. Rutilio Grande, que, a su vez, evoca la memoria de San Oscar Romero.

Jesús hace una contraposición muy interesante y actual: la profecía y la aceptación (o no aceptación) social del profeta. El profeta es el que proclama la palabra de Dios en toda su verdad y radicalidad sin importarle las consecuencias ni el precio que tenga que pagar por ello. La palabra de Dios es, muchas veces, muy crítica con el orden establecido y, particularmente, con aquellos que más poder tienen dentro de ese orden establecido. En esas circunstancias, ser profeta es un riesgo. Si buscamos a toda costa ser aceptados, aplaudidos, tenidos en cuenta… muchas veces renunciaremos a decir aquella palabra que, en conciencia, deberíamos decir. Y la tentación de ser aplaudido y valorado, aceptados por este mundo (lo que San Ignacio llama en los Ejercicios el “vano honor del mundo”) a toda costa y al precio que sea, incluso el de renunciar o callar la verdad,  suele ser muy fuerte.

También merece una reflexión la expresión “en su pueblo”. Al menos, en dos sentidos. En el  propio “pueblo” (ambiente, familia, institución, lugar de trabajo…) ya tienen una imagen, muchas veces un estereotipo, de cada uno de nosotros: esperan que hagamos tal  y digamos cual: y si nos salimos del guión esperado eso provoca rechazo: “¿No es ese el hijo de José?” (22). Del hijo del carpintero el pueblo esperaba otra cosa. Por otra parte, si algún rechazo y alguna incomprensión nos duele es la de los próximos, la de los cercanos. Con la de los lejanos o ya se cuenta o no importa mucho; pero la de los cercanos duele en el alma: me vienen a la mente los nombres de tantas personas de ayer y de hoy, que en la Iglesia y en la vida consagrada han tenido que sufrir por ello…  “Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino” (30).

Darío Mollá SJ