Ni aunque resucite un muerto

Domingo XXVI Tiempo Ordinario – Ciclo C

La parábola evangélica que nos invita a meditar la liturgia de este domingo, parábola del rico y del pobre Lázaro, contiene, y esa es la riqueza de todas las parábolas, diversas posibilidades de interpretación y aplicación. Voy a centrar este comentario en una de esas posibilidades. La de esta parábola como denuncia de hasta qué punto puede llegar la falta de sensibilidad humana ante las personas que sufren y de algunas de las características de esa insensibilidad.

Cuando un corazón humano se vuelve insensible es capaz de permanecer ciego e indiferente (“ojos que no ven, corazón que no siente”) ante los hermanos que sufren en la misma puerta de su casa, bien cerca de nosotros: “un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal”. En la época de globalización que vivimos, con la facilidad de comunicaciones de que disponemos para lo que queremos, no podemos alegar lejanía o desconocimiento de tantas formas de injusticia y de sufrimiento humano.

La pregunta radical ante este fenómeno de la cruel insensibilidad humana es cuál es su causa o cuáles son sus causas, porque seguramente hay más de una y se manifiestan de forma diversa en las diversas situaciones personales. En situaciones de personas con carencias similares se puede dar una forma de insensibilidad que es competencia por los pocos recursos existentes, aunque también se dan ejemplos sublimes de compartir la pobreza. Pero en el caso que presenta la parábola, la insensibilidad del que “se vestía de púrpura y lino y banqueteaba cada día” tiene que ver con la falsa convicción de una superioridad moral, de unos derechos propios y diversos que le da el mayor número de bienes e incluso de llegar a sentir la presencia del pobre ya no sólo como incomodidad, sino incluso como denuncia silenciosa o como amenaza. Y en ese caso, es mejor no ver, no mirar, ignorar…

Cuando se entra en dinámica de insensibilidad en cualquiera de sus formas, hay un peligro tremendo: que esa insensibilidad vaya a más, que cada vez más los ojos se cierren y el corazón se endurezca ante el sufrimiento humano. Comienza entonces la persona que ha endurecido su sensibilidad a elaborar una serie de discursos y justificaciones que tratan de avalar una conducta inhumana. Y eso no hay quien lo pare. Ese es el duro final de la parábola de hoy: “no se convencerán ni aunque resucite un muerto”.

“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Y nosotros tenemos las palabras de Jesús cuando habla del juicio definitivo sobre la vida humana: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mateo 25, 40).

Dario Mollá SJ