Tengo un buen amigo al que siempre he querido mucho aunque nuestras ideas no siempre coinciden, sobre todo en lo concerniente al plano espiritual y de trascendencia. Sostiene Ernesto, este es el nombre de mi amigo, su total y absoluta falta de fe como el exponente de su razón lógica ante la vida, ante su existencia, frente al mundo en general. «No existe Dios, Enrique, de ninguna manera puedo creerlo, porque si existiese sería un mezquino, permitiendo tanta miseria como puedo ver en mi trabajo, tanta injusticia como tú y yo podemos ver todos los días en lo que nos rodea».
Mi amigo Ernesto es médico, pediatra, un desempeño que le ha obligado a tratar a pequeñas criaturas con deformidades; a ver, impotente, el sufrimiento de inocentes por enfermedades que poco o nada se podía hacer; ha visto a padres destrozados para los que no tenía palabras razonables que pudieran explicar la suerte que les había deparado la vida. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué pasan estas cosas?
Mi amigo Ernesto es, en el buen sentido de la palabra, bueno. Es una buena persona, solidario y preocupado por el sufrimiento humano. Creo que es de esos pocos profesionales con vocación de su trabajo. Qué le puedo decir si yo, que me declaro públicamente creyente, también me pregunto a veces y no tengo respuesta cuando veo, como mi amigo, tanta canallada entre nosotros los hombres, cuando contemplo atónito una madre Naturaleza, despiadada, arrasando la vida de gentes pobres, devastando pueblos humildes. Y no, no tengo respuestas razonables que puedan satisfacer cabalmente, ni a mi y menos para otros.
Quizás la incertidumbre que, con honestidad nos siembran los amigos y sus razonables dudas, tengan un lado positivo. Quizás nos sirvan para ahondar en el diálogo interno, esperanzador. “Converso con el hombre que siempre va conmigo, quien habla solo espera hablar a Dios un día” ( A.Machado). Quizás tenga que empezar dando gracias por obligarme a contrastar mis sentimientos más profundos, no dejarme llevar por la inercia que atoncete y conseguir solidez en mis convicciones, con mis dudas y mis alegrías y aprender a discernir. Quizás debería cuidar más la Alegría del Evangelio en mi despistada vida aprisionada por una desmesurada autoexigencia, por normas impuestas, rutinarias, no sentidas que suelo hacer por obligación
Oriol Pujol Borotau, jesuita, especialista en conducta humana, psicoterapeuta publicó un libro titulado “Nada por obligación ( autoexigencia) todo con ilusión ( emoción)”, por el cual invitaba a la aceptación de la Vida, no como un misterio a resolver sino como un misterio a vivir; hacía ver que no se sabe si es mala o buena la suerte la que nos toca vivir, que es mejor la aceptación que la resistencia, empezando por nosotros mismos. Creo que evitar tanta autoexigencia y hacer lo que tengamos que hacer ilusionados, como mantiene Oriol, hoy es más necesario que nunca para dar respuesta a nuestros amigos que, dentro de sus vidas buenas, aun les falta la Alegría de lo Posible, de la Esperanza.
Enrique Belenguer