Miradas cegadas

Al inicio del primer libro de Samuel nos encontramos con la historia de Ana. Una mujer que no puede tener hijos y se ve sometida a los insultos y el desprecio de Feniná, la otra mujer de su marido Elcaná. Ana es una mujer afligida, con una amargura en el alma que la deshace en un llanto desconsolado. Su vida desgarrada se transforma en una oración conmovedora y cuando el profeta Elí la vea orar la tomará por una mujer que debía estar borracha. La tratará como a tal, recriminándole su actitud en el Templo. La mirada de Elí, el hombre religioso, es una mirada de la que sale juicio y rechazo.

Cuando Jesús esté en casa de Simón el fariseo y entre la pecadora de la ciudad los dos mirarán a la misma mujer pero ni percibirán lo mismo ni se situarán de igual modo: en Simón será la repugnancia y el desprecio; en Jesús una profunda compasión y ternura. Simón seguirá cargando losas de juicio y rechazo; Jesús seguirá aliviando y quitando cargas.

La mirada de Simón es la misma de aquel otro fariseo que subió al Templo a orar. El fariseo se sitúa espantosamente mal: «Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos y adúlteros» (Lc 18:11) Y por si a Dios no le había quedado suficientemente claro no tendrá el menor reparo en señalar a ese publicano que también estaba orando en el Templo: «no soy como ese publicano». Es el mismo desprecio del hijo mayor de la parábola que al referirse a su hermano lo nombra como «ese hijo tuyo». Nuevamente la mirada que lleva al desprecio de aquellos que se sienten justificados ante un Dios que les dará la razón. No les cabe la más mínima duda.

Digámoslo sin rodeos: no es lo mismo «mirada religiosa» que «mirada evangélica». La mirada religiosa no es la mirada evangélica y Pedro lo descubrirá en casa de Cornelio (Hch 10), cuando siga percibiendo desde lo puro y lo impuro y, por ello, levantando barreras de separación y exclusión. Es una diferencia que queda claro en el Evangelio provocando un profundo escándalo y un rechazo visceral.

Jesús está alterando el orden establecido que ha sido elevado a categoría de sagrado e intocable. Pero para él no había vuelta atrás y lleva a sus últimas consecuencias que el Dios de Israel sea «Padre de huérfanos y defensor de viudas» (Sal 68:5) Por eso, lo reconoce implicado con los abatidos y los impuros y lo encuentra haciendo fiesta en mesa compartida con pecadores y descreídos. El sólo está en medio de todos ellos como el que sirve (Lc 22: 27) y todo aquello a los guardianes de la correcto y adecuado les pareció un exceso y un despropósito despreciable.

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