Lo entregó para que lo crucificaran.

Domingo de Ramos – Ciclo A (Mateo 27, 11 – 54)

En el Domingo de Ramos, además de la escena de la entrada “triunfal” de Jesús en Jerusalén que introduce la bendición de los ramos, relato que en el evangelio de Mateo aparece unos capítulos antes de la Pasión (Mateo 21, 1 -11), se propone en cada ciclo litúrgico, como introducción a la Semana Santa, la meditación de la Pasión en el evangelista cuyo evangelio se lee en los domingos de ese año, supuesto que el Viernes Santo se lee siempre la Pasión según San Juan. Por tanto, este año se lee la pasión según San Mateo que se narra en los capítulos 26 y 27 de este evangelio.

Comentar en unas pocas líneas toda la Pasión es imposible. Es obligado ceñirse a solo un aspecto o partir de alguna de sus afirmaciones más significativas. He escogido una de las afirmaciones que personalmente siempre me han impresionado más en la meditación de la Pasión según San Mateo: “… lo entregó para que lo crucificaran” (27, 26). Es la frase con la que concluye el encuentro de Pilato y Jesús. Poco antes, Pilato ante la insistencia de la gente y sus autoridades en que condene a Jesús ha preguntado: “¿qué mal ha hecho? (27, 23). No encuentra motivos para condenarle, pero las presiones de la gente y sus miedos condenan al inocente.

Al poner de relieve el evangelista la injusticia de la condena de Jesús al peor de los tormentos de la época, se pone también de manifiesto la grandeza del amor y de la entrega de Jesús. Un amor y una entrega que no tienen ningún límite, que como dirá más adelante san Juan, son “hasta el extremo” (Juan 13, 1). Más grande que la injusticia es el amor. O, dicho de otro modo, la magnitud y la crueldad de la injusticia, ponen de manifiesto lo extremo del amor. Contemplar la cruz es contemplar un amor como ninguno. Y como dicen San Pablo (Gálatas 2, 20) y San Ignacio (Ejercicios, nº 203): todo esto “por mí”.

La contemplación de Jesús sometido a tamaña injusticia nos trae el recuerdo y al corazón a tantas personas sometidas a violencia, torturas e incluso a la muerte a lo largo de los siglos y también en nuestro tiempo. La mirada al Crucificado impide que nos olvidemos de los crucificados de nuestro tiempo. Unos lo han sido también por su fe en Cristo y su testimonio de esa fe; otros sencillamente por su defensa de la verdad y de la justicia. Son sufrimientos asociados a la Pasión y al amor de Cristo y, por ello, también redentores.

En ese escenario es donde hemos de situar lo que nosotros llamamos “nuestra cruz” o “nuestras cruces”. Que muchas veces no son tales o que muchas veces sobredimensionamos y que a la luz de las auténticas cruces las podemos poner en nuestro sitio y calibrar en su auténtica dimensión. Y no olvidar que una “cruz” no es la de Cristo si no va asociada al amor y a la entrega.

Darío Mollá SJ