Ignacio de Loyola, del centro a la periferia

La celebración en este día de san Ignacio pone ante nosotros la historia de un hombre que, conducido por el Espíritu, es introducido en el peregrinaje que conduce del centro a la periferia.

Es la experiencia que el Papa Francisco está recuperando para cada uno de nosotros, poniéndola nuevamente ante nuestra mirada y consideración, recordándonos que “la Iglesia está llamada a salir de sí misma y acercarse a las periferias, no sólo geográficas, sino también a las periferias existenciales: donde habita el misterio del pecado, del dolor, de la injusticia, la ignorancia, donde existe el desprecio de lo religioso, del pensamiento y donde se encuentran todas las miserias”.

Celebrar hoy la fiesta de san Ignacio es hacer memoria de aquello a lo qué somos llamados como Iglesia y es también inspiración para buscar y hallar el modo de vivir el Evangelio y el seguimiento de Jesús.

Como el mismo Ignacio recuerda en su autobiografía, a la edad de 26 años su vida cambia de rumbo: pasa de aspirar alcanzar la punta de la pirámide de la sociedad a sumarse a la masa ingente de mendigos de su época.

Después de abandonar la casa de Loyola, el primer gesto de su conversión consiste en entregar sus vestiduras de gentilhombre a un pobre, en Montserrat. Es sólo el inicio de un largo camino de desprendimiento: el caballero que antes pugnaba por conquistar el “centro”, se ha convertido en un peregrino que no sabe muy bien a dónde va. Su impulso primero es imitar el despojo radical de los santos.

En la primera etapa tras su conversión, su deseo de abajamiento le lleva a extremos bien originales: no le basta con ir sin dinero, sino que busca la simplificación máxima de las relaciones humanas, aquella que se produce desde el último lugar, aunque sea a costa del desprecio y que le aboque a situaciones comprometidas. A estos años le corresponden detenciones y temporadas en la cárcel por sospechoso de iluminismo y perturbador de la juventud.

El peregrino que pensaba ir a Tierra Santa y quedarse allí para siempre, fue descubriendo poco a poco que su peregrinación era más profunda, y que Dios no le dejaba detenerse en ningún lugar, porque su término era Él mismo.

De este modo fue conducido e interiorizando el paisaje desolado de la periferia: la mendicidad, el hambre, la incertidumbre de encontrar cobijo cada noche, asaltos en los caminos, abusos en los albergues, tempestades en el mar que por dos veces le amenazaron de muerte, epidemias de peste, territorios ocupados, burlas, insultos, prisión…

Ignacio ya no podía descender más. Fue pasando por cada uno de los ritos iniciáticos de la marginación, y todo ello se fue grabando en su ser, haciéndose carne de su propia carne, sangre de su propia sangre.

Pero a lo largo de todo este recorrido, Ignacio fue experimentando que cuanto mayor era el despojo, mayor era también la experiencia de la presencia de Dios: al ser expulsado de Tierra Santa, al ser apaleado en Barcelona, en la soledad de sus largas caminatas, encarcelado, interrogado, burlado, es cuando más siente la cercanía de Jesús.

De este modo, Ignacio era iniciado en el misterio de la voluntad de Dios: “En este tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole” (Autobiografía, 27).

Poco a poco Ignacio aprende a discernir la voluntad de Dios para él. Entiende que como simple mendigo, o peregrino, no puede ayudar con eficacia a los demás. Son años de tanteo, Barcelona, Alcalá, Salamanca y París, donde se le plantea el reto de ir nutriéndose de cultura sin que ello le prive de tener su única confianza en Dios, desprotegido de cualquier otra seguridad. En París empezará a surgir un grupo de compañeros estable. La primera idea es vivir juntos esta continua experiencia de intemperie y de peregrinaje, poniéndose al servicio de las necesidades que vayan surgiendo a su paso.

Pero Ignacio sigue teniendo una idea fija: ir a Tierra Santa y vivir allí. Tras un año de esperar infructuosamente en Venecia a que les embarque alguna nave, aquellos primeros compañeros entienden que deben renunciar también a esta ilusión, que Dios no los quiere ligados a ningún lugar.

De este modo, Ignacio, junto a aquellos primeros, sigue buscando infatigablemente y aprende a interpretar las circunstancias como signos de la voluntad de Dios que le llevan a instalarse en Roma, el centro del poder.

El que ha sido conducido por el Espíritu del centro a las periferias, es conducido ahora de las periferias al centro. Y allí descubrirá cómo se situarse en el centro del poder. Cuando en las Constituciones exhorta a que “amen la pobreza como madre” (n. 287), se está refiriendo a esta presencia de la intemperie en el cobijo de las estructuras.

Porque conoce por experiencia los beneficios de estar despojado de todo, constantemente exhortará a la Compañía a aquel amar la pobreza como madre, hasta el punto de instituir un voto especial para los profesos: “Todos los que profesen en esta Compañía prometan que no alterarán para nada lo que respecta a la pobreza en las Constituciones, como no fuera para radicalizarla más, según les pueda inspirar el Señor” (Constituciones, 553).

Cuentan sus íntimos colaboradores que cuando hablaba de la Compañía se refería a ella como “la mínima Compañía”: brotaba constantemente de sí su deseo de ocupar el último lugar, ese lugar misterioso, inalcanzable, que constantemente le descentraba de sí y que le disponía a dejarse guiar.