Hace oír a los sordos y hablar a los mudos

Domingo 23 del tiempo ordinario. Ciclo B (Marcos 7,31-37)

El milagro que nos invita a contemplar el evangelio de hoy nos puede parecer un milagro “menor”, si lo comparamos con otros milagros del evangelio como pueden ser las sanaciones de leprosos, o devolver la vista a un ciego de nacimiento o resucitar a Lázaro. Pero no lo es… Consideremos la situación vital de la persona a la que Jesús sana.

“Un sordo que apenas podía hablar”. Estamos no sólo ante limitaciones físicas como la incapacidad de oír y de hablar. Ambas sumadas nos presentan a una persona inhabilitada para la relación humana y para la convivencia social, alguien condenado a vivir al margen de toda relación social y destinado a la marginalidad de quien es incapaz de comunicarse. Sin olvidar el dolor interior y la frustración que viven las personas que no pueden oír y que no pueden expresar con palabras sus pensamientos, sus afectos, sus sentimientos.

La acción milagrosa de Jesús en esta persona es ciertamente “devolverle” a la vida, tiene mucho que ver con una re-creación de la persona, algo que las lecturas de hoy mencionan, tanto la primera lectura del profeta Isaías: “Mirad a vuestro Dios que viene en persona, resarcirá y os salvará” (Isaías 35, 4). O aquellas palabras de la gente que contempla el milagro: “Todo lo ha hecho bien” que evocan aquellas primeras palabras del Génesis: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis 1,31).

La vida plena para la persona humana es siempre una vida en relación interpersonal, en comunidad. La acción de Dios, y la experiencia de Dios, nos devuelven siempre al encuentro con las demás personas. Somos creados “para”: no para encerrarnos en nosotros mismos (que es el trágico destino reservado para quienes no pueden comunicarse) sino para abrirnos a la comunicación y al servicio de nuestros hermanos.

Hay otro detalle en el evangelio de hoy que nos choca y que también está cargado de significado: el modo cómo Jesús obra el milagro. “Le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”: un contacto físico que incluso puede herir o repugnar a nuestra sensibilidad actual y que, por otra parte, resultaba absolutamente innecesario o prescindible. Bastaban las palabras de Jesús.

Pero, también como tantas otras veces y en tantos otros milagros, Jesús busca el contacto físico, extremo en este caso, como un gesto de cercanía. De esa cercanía de Dios a la humanidad que se obra en la encarnación y que Jesús expresa incluso físicamente. Lección e invitación a la cercanía al dolor humano para cada uno de nosotros y para la Iglesia que nos recuerda que no bastan ni intenciones ni palabras (¡somos tan palabreros!) para anunciar y hacer activa la salvación de Dios, sino que hay un cuerpo a cuerpo humana y evangélicamente inevitable.

Darío Mollá SJ