Evangelio domingo 6 septiembre

Toda la región andaba conmocionada. La noticia corrió rápida, sacudiendo todas las rutinas. No había aldea o poblado que no supiera lo que estaba sucediendo. A estas alturas pocos debían de ser los que no estuvieran al tanto: se oía decir que había surgido un nuevo profeta que andaba proclamando el Reino de Dios y su anuncio se amplificaba con cada gesto que realizaba. Lo último que se supo fue la curación de un sordomudo.

Quienes lo cuentan decían que aquel hombre estaba como ausente, como si hiciera tiempo que hubiera sucumbido dentro de un mundo de silencio y aislamiento en el que andaba encerrado. Cuentan que les dio la impresión de ser una de esas personas que han caído en la resignación y el abatimiento, personas para quienes no hay ni salida ni futuro. Y cuentan que fueron otros los que tomaron la iniciativa por él y le llevaron a Jesús. Era como imán que atraía todas las esperanzas.

Y aunque aquel hombre sordomudo había sucumbido, quienes le llevaron a Jesús no estaban dispuestos a ceder. Esta parece ser la última pelea que les queda a quienes no les queda nada: no ceder como cede una tapia ruinosa que ya no soporta más el peso que aplasta. Es la pelea que dignifica y que nadie te puede robar. Es la determinación por seguir sosteniendo, alentando cuando todo te dice que lo razonable sería dejarlo estar, claudicar. Es la decisión de plantarse ante todo lo que corroe los anhelos que sostienen.

Son innumerables aquellos que están bregando esta pelea y en ellos se nos muestra esa pasión por la vida que les lleva a defenderla con uñas y dientes. Cuando otros lo dan todo por perdido, ellos seguirán en la brecha. Cuando otros se quedan sin razones ni motivos, ellos seguirán en su empeño. ¿Obcecación, empecinamiento, tozudez? Quizás. No es que estén inmunizados al desaliento. Al contrario, están expuestos como nadie a las bofetadas de la vida pero hay algo en ellos que les hace seguir.