Estaban los discípulos… con las puertas cerradas por miedo.

Domingo de Pentecostés – Ciclo A (Juan 20, 19 – 23)

Tras la pasión y muerte de Jesús los discípulos se encierran por miedo. El miedo venía ya de antes: ya después del prendimiento de Jesús en el huerto el evangelista Mateo dice “en aquel momento todos los discípulos le abandonaron y huyeron” (Mateo 26, 56) y posteriormente Pedro niega por tres veces a Jesús también por miedo. ¿Es reprobable ese miedo? No: es lógico. Era lógico tener miedo de que tras lo que le ocurre a Jesús pueda ocurrir lo mismo con ellos. El miedo es un sentimiento humano que todos, en mayor o menor medida, sentimos ante algo que nos pueda hacer sufrir.

El texto del evangelio de Juan que nos presenta la liturgia en este domingo de Pentecostés comienza hablando de uno de los efectos de dejarse llevar por el miedo: encerrarse. A veces, como en este caso, es un encerrarse físico, un esconderse; a veces es un encerrarse en sólo lo conocido o dominado, con pavor a lo desconocido o a lo que no controlamos; otras veces es encerrarse en sí mismos. El problema no es “tener” miedo, el problema es “dejarse dominar” por el miedo, decidir desde el miedo, hacer que el miedo condicione nuestra vida.

Uno de los efectos, no el menos importante, de la acción del Espíritu que los discípulos reciben en Pentecostés es la capacidad de sobreponerse al miedo, de no dejar que el miedo domine sus vidas. Salen del encierro en la casa a proclamar sin miedo que Jesús ha resucitado y que el Crucificado es el Salvador. El miedo pierde su fuerza incluso cuando hay persecución y amenazas: “¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?… Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 28-29).

El Espíritu que recibimos en Pentecostés es un Espíritu que nos hace superar nuestros miedos, que les quita toda su fuerza paralizadora. Y, sinceramente, creo que en este Pentecostés 2023 puede ser una buena petición al Espíritu de Jesús que nos dé la fortaleza y la confianza para ir más allá de nuestros miedos, para no dejarnos vencer por ellos.

Hace poco escuchaba de una persona muy conocedora del mundo juvenil y de la pastoral vocacional que la gran dificultad de los jóvenes de hoy para comprometerse es el miedo a equivocarse: “y si me equivoco”. El miedo paraliza, hace ver fantasmas donde no los hay, agiganta las dificultades, nos empequeñece.

Personalmente, y también institucionalmente, hemos de pedir al Espíritu ser capaces de pasar por encima de nuestros miedos. ¡Cuánto daño ha hecho a la Iglesia y a la misión evangelizadora de la Iglesia el dejarse llevar por el miedo! Miedo al mundo, miedo a la ciencia, miedo a la cultura…: un miedo que nos hace ponernos a la defensiva y atacar o polemizar más que dialogar, amenazar más que anunciar, descalificar más que intentar entender, rechazar más que ayudar.

Darío Mollá SJ