“En aquellos días, Pedro, lleno de Espíritu Santo, dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre…»” Así comienza la lectura que este domingo escucharemos del libro de los Hechos de los Apóstoles (4:8-12)
Pedro confronta al poder político y religioso: «vosotros crucificasteis a quien Dios resucitó de entre los muertos». El poder que había condenado a Jesús, apoyándose en la autoridad de Dios que les justificaba son ahora descalificados y desautorizados por Dios.
Y esto les alterará e irritará hasta lo indecible. Pedro y los otros apóstoles saben que se la están jugando y sienten miedo: «Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch 4:29). Y la respuesta fue que «al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (Hch 4:31). Es el Espíritu quien siempre barre los miedos de la Iglesia y quema a todos los poderes, excepto el poder del servicio fraternal y que purifica la Iglesia a través de la pobreza y el martirio.
Esta valentía es lo que llamamos parresia, una expresión frecuentemente empleada por Francisco, que lleva a hablar con franqueza, con audacia, con un lenguaje libre, con una verdad dicha con atrevimiento que lleva a desenmascarar la mentira y los engaños con los que se pretende tergiversar, manipular y acallar. Como escribe Pedro Casaldáliga, “si ella, la Iglesia, que es hija de la libertad del Espíritu, vendaval de Pentecostés, cede ante algún imperio -como tantas veces cedió- ¿quién proclamará el misterio de la entera Libertad?, ¿quién le dirá la verdad a Pilatos, a Anás, a Herodes?, ¿quién sostendrá la esperanza, tan golpeada, del Pueblo?” (Espiritualidad de la Liberación, 19).