Nos duele que nos dejen las personas que queremos, nos aflige y conmueve la muerte inesperada e injusta, y nos aterra como se ha podido en pleno siglo XX negar la dignidad a la muerte y a los muertos en tanto Gulag y Auschwitz, y nos deja perplejos que en pleno siglo XXI el mare nostrum, mar de cultura y de intercambio humano, se esté convirtiendo en un cementerio.
Lo que nos hace humanos es enterrar dignamente a nuestra gente, no echar “los restos mortales” de las criaturas del Dios de la Vida a los muladares y vertederos. La cultura empezó, comenzamos a ser humanos, cuando se lloró por primera vez la muerte de un miembro de la especie, cuando la pérdida de un igual y cercano se vivió con aflicción y conmoción.
Celebrar el día de los difuntos es un acto de justicia para con lo muertos. Los muertos también tienen derechos y es bueno que se los reconozcamos. Vivimos una cultura que extingue el pasado y nubla el futuro y se queda en un presentismo emocional vacío. Celebrar y recordar a los que nos han precedido es negarle a la muerte la última palabra, es afirmar que la Vida es la palabra definitiva, recodar a aquellos con los que hemos convivido y han hecho posible que vivamos da raíces y anclajes a nuestro vivir cotidiano. Los muertos tienen derecho a que se les agradezca su vida.
No querer ver la muerte de cara, ignorarla, borrarla de nuestra vida cotidiana, hacerla invisible es perder humanidad, es un autoengaño sobre la condición humana terrible, se banaliza la misma vida que acaba no valiendo nada. Cuando la muerte es consumida diariamente en los noticieros, sólo se activan emotividades instantáneas que no llevan a nada, o a lo más a la resignación estéril ante lo que hay.
En uno de los versículos más breves de los evangelios (Jn 11,35) se nos dice: “Y Jesús lloró”. Jesús está conmovido y estremecido ante la muerte de su amigo Lázaro. Ante la muerte no cabe la palabra hueca, y Jesús hace lo más humano que se puede hacer ante la muerte que desgarra la amistad, que termina con la cercanía de la persona querida y nos aboca al estremecimiento de la soledad que invade y del duelo que entristece profundamente: llorar.
El que llora es Jesús de Nazaret y con estas lágrimas mete su dolor y la muerte de Lázaro en las entrañas del Compasivo. El día de difuntos se vuelve a llorar y celebramos en la Eucaristía a los que nos han precedido. Ese Jesús que no eludió la muerte nos lleva a vivir sin cinismos ni autoengaños. La muerte está ahí pero esas lágrimas de Jesús son las lágrimas del Dios-con-nosotros que nos sigue fortaleciendo para vivir lucidamente y vivir con la esperanza de que la última palabra la tiene » el Dios de Abraham, Isaac y Jacob que no es un Dios de muertos sino de vivos: es decir que para él todos están vivos” (Lc 20, 37-38).
Toni Catalá, sj