Domingo 2º Navidad – Ciclo C (Juan 1, 1-18)
La liturgia de ese segundo domingo de Navidad nos propone de nuevo (ya lo hizo en la misa del día de Navidad) la meditación del comienzo del evangelio de San Juan, esa preciosa y profunda página que nos habla de la encarnación del Verbo de Dios. El misterio de la Encarnación es un misterio de una enorme trascendencia que no siempre hemos entendido bien y del que quizá no hemos sacado todas sus consecuencias. Por tanto, no es, en absoluto, inútil volver a esta página del evangelio.
San Ignacio, que dedica una de las meditaciones más suyas y más elaboradas a la presentación del misterio de la Encarnación nos da una clave que nos puede servir de punto de partida de nuestra reflexión. Primero afirma que la Santísima Trinidad al contemplar el mundo dice “hagamos redención del género humano” (Ej 107) y después añade que esa redención se hace y se concreta “obrando la santísima encarnación” (Ej 108). La Trinidad podría haber llevado a cabo la redención del género humano de muchas maneras, pero escoge una en concreto: “se determina en la su eternidad que la segunda persona se haga hombre para salvar el género humano” (Ej 102).
Esto es lo sorprendente a ojos humanos y lo interpelante para nosotros: Dios ha querido llevar adelante su obra de salvación bajando, acercándose a nosotros, asumiendo la condición humana, con todos sus límites y todas sus debilidades, haciéndose igual a nosotros en todo menos en el pecado. Una propuesta y un modo de salvar que no tienen nada que ver con los proyectos “redentores” humanos, tan pensados siempre desde la superioridad, el dominio o la fuerza.
Asumir la condición humana, encarnarse, es asumir límites y asumir debilidades. Asumir límites: los límites del tiempo de los procesos humanos, los límites que nos exponen a las malas interpretaciones y a los rechazos, los límites del fracaso. Asumir debilidades: el sufrimiento físico o psíquico, el cansancio, la decepción, las tentaciones… De todo esto nos habla el evangelio. Y asumir también el límite y debilidad definitivos que es la muerte que, además, en el caso de Jesús, es la muerte de un maldito fuera de la ciudad y en cruz. Así nos salvó Jesús: entregándose hasta el final. No en vano, y con fina intuición teológica, Ignacio de Loyola concluye la contemplación del nacimiento hablando de la Cruz: la vida de Jesús es el camino que va del nacimiento en suma pobreza en Belén al morir en cruz en Jerusalén.
Colaborar en la obra redentora de Jesús es acercarse y entregarse. Hemos de renunciar a pretensiones de superioridad y de invulnerabilidad, a caminos triunfales de éxito y aplauso. Es esa cruz de cada día de la que habla el evangelio: la cruz de amar gratuitamente, sin respuesta ni pago; la cruz del servicio que pasa desapercibido, sin presunción ni queja; la cruz de la abnegación, de no hacer de nosotros el centro de nuestra vida.
Darío Mollá SJ
Muchas gracias.