El padre les repartió los bienes

Vigésimo cuarto domingo (Lc 15,1-32)

A Jesús, compartir la mesa con pecadores y publicanos, le costó la vida. En una sociedad configurada por estrictos códigos de honor y de pureza ritual no se puede compartir la comida con cualquiera. No se puede perder, de ningún modo, la buena reputación y el honor, sentándose a la mesa con impuros, mala gente y extranjeros que vete a saber de dónde vendrán. En la cultura judía, la comida sólo se comparte entre iguales, como signo de familia y fraternidad. Jesús, compartiendo mesa, está expresando a la “mala gente” que son de la familia de Dios, que son acogidos y tienen sitio en el Banquete del Reino.

Los de siempre siguen acechando y criticando a Jesús por su modo de comer, por curar en sábado, por no ayunar… A estos que lo critican, no al público en general como tendemos a leer, Jesús les cuenta las tres parábolas de “la pérdida”: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Nos fijamos en la del “hijo pródigo” porque el saberla casi de memoria nos hace malas pasadas.

Ya conocemos la historia, un padre tiene dos hijos. El pequeño le pide la parte de la herencia, (¡ojo!, que aquí nos jugamos toda la lectura del evangelio) y el padre les repartió los bienes a los dos, en plural. Tendemos a leer en singular y ya tenemos lo de siempre: la parábola del hijo prodigo, la parábola del pecador arrepentido… El padre les reparte los bienes a los dos, al mayor y al pequeño. El Dios que se revela en Jesús es Padre Nuestro, pero parece que hay gente religiosa entonces y hoy que no les interesa que sea Nuestro, sino sólo de los que nos sentimos buenos.

El pequeño se pierde, frustra su vida, deja de vivirse como hijo y pasa a ser siervo: cuida cerdos que es lo más bajo a lo que se puede llegar, pasa hambre fuera de su tierra, vuelve por intereses de pura supervivencia, quiere pedir perdón por lo menos para poder comer… Jesús está compartiendo mesa con estos “hijos pequeños”, no lo olvidemos. El Padre al verlo llegar sale corriendo, conmovido, se le echa al cuello y lo llena de besos. Sin comentarios.

El mayor que también ha recibido lo suyo -no olvidemos que el padre repartió los bienes a los dos- se acerca a casa, oye música y danza y se inquieta. Hay gente “religiosa” que no soporta la fiesta. Cuando se entera que la fiesta es por su hermano que ha vuelto “se indignó y no quiso entrar”. Esto es lo más doloroso para Jesús: experimentar que hay quienes se sienten a bien con Dios y no quieren entrar a la fiesta de la fraternidad, no les interesa el “Padre Nuestro del Cielo”.

El padre es tan bueno que sale también a buscar al mayor y lo que se encuentra es con el reproche y la “pasada de factura” -mayor que por cierto no pronuncia la palabra hermano sino “ese hijo tuyo”-. Jesús se vive desde un Dios Padre Nuestro que da herencia al mayor y al pequeño, que sale a buscar al mayor y al pequeño, pero se encuentra que el mayor se siente con derechos y no quiere entrar al Banquete, no vive en acción de gracias por estar en casa del padre desde siempre. Que pena tan honda siente Jesús porque no se quiere la fraternidad, vamos a intentar apenarlo un poco menos.

Toni Catalá SJ