Él hablaba del santuario de su cuerpo

Domingo 3º de Cuaresma – Ciclo B (Jn 2,13-25)

Jesús actúa de un modo contundente contra lo nuclear del Templo de Jerusalén: los sacrificios. Tenemos que andar con cuidado para entender con hondura lo que esta actuación de Jesús significa, con la expresión “purificación del Templo”. Purificar supone limpiar, pero dejándolo todo igual. En cambio Jesús va directamente a eliminar los animales del sacrificio y el beneficio de sus vendedores. Si no hay víctimas no hay sacrificios. El Dios de Vivos no quiere sacrificios ni ofrendas quiere Misericordia. La actuación de Jesús nos lleva a un cambio de mirada en la vida.

El ofrecer sacrificios es engañoso, es una salida falsa. Los sacrificios son cruentos y violentos, son destructivos, tienen que ver con sangre y muerte, hay que repetirlos una y otra vez porque no nos ofrecen nada consistente ni definitivo, son una falsa catarsis. Por un momento creemos que todos nuestros malestares, nuestras heridas, nuestros desatinos, al desplazarlos en el animal que se ofrece como sacrificio u holocausto (holocausto es quemarlo todo) quedamos sanados y no es así. Los ídolos no liberan, sino que generan adictos, y el adicto necesita “flases” de liberación, pero siempre encadenado a los falsos dioses.

Hoy no sacrificamos animales ni los quemamos en templos aparentemente “religiosos”, pero nos “quemamos” y “sacrificamos” porque los ídolos nos siguen exigiendo sin darnos nada en plenitud: el ídolo de la eterna juventud y belleza, el ídolo del cuerpo perfecto, el ídolo del éxito y del triunfo… Jesús nos desbarata, lo pone todo del revés, “vuelca nuestras mesas”.

El Padre revelado en Jesús no quiere sacrificios, no necesita funcionarios ni gestores, porque no es un monstruo insaciable, es la Fuente de la Vida y lo que quiere es vida y no muerte, lo que quiere es construir y no destruir, reconciliar y no desgarrar, dar y no pedir… El Evangelio, la Buena Noticia, nos cambia la mirada para percibir que el “santuario”, el lugar en donde habita la Santidad de Dios no es un lugar construido por humanos sino el cuerpo del Cristo. En Jesús se recupera definitivamente que nuestro Dios no es un Dios de lugares sino de personas, es un Dios Padre-Madre y Creador que “habita en sus criaturas”, dice bellamente San Ignacio de Loyola.

Descubrir en el cuerpo de Jesús, en el cuerpo del Cristo, la Divina Presencia, descubrirlo en nuestros cuerpos y sobre todo en los cuerpos en los que, como canta Isaías, “no hay parecer, ni belleza, ni hermosura que agrade” supone todo un proceso vital, un camino a recorrer de conversión del corazón, de acompañar a Jesús en su vida, muerte y pascua (“cuando resucitó se acordaron los discípulos de lo que había dicho”).

Conversión a la incondicionalidad de un Dios Comunidad de Amor que nos quiere entrañable y definitivamente y que ha venido a nosotros no solo para que no nos destruyamos sino para que nos redescubramos en nuestra dignidad de criaturas. Nos dice el final del relato que algunos “le dieron su adhesión por las señales que realizaba” pero Jesús nos se queda tranquilo. Jesús no quiere adhesiones “externas”, Jesús quiere que, por dentro, “internamente sintamos” que él es “Santo de los Santos”. Pidamos que nuestros “templos” sean casa de oración en la que los cuerpos que nos reunimos entorno al altar para compartir el “Cuerpo de Cristo” nos lleve a descubrirlo en los cuerpos crucificados dentro y fuera de la Iglesia.

Toni Catalá SJ